Contemplo con preocupación la degradación contemporánea de varias normas democráticas en España. Como demócrata viejo y acreditado, mi preocupación aumenta al constatar que esas desviaciones gozan de gran pábulo social y propagandístico y las practican todas, y digo todas, las formaciones políticas.

Estas líneas a contracorriente versarán sobre tres nociones democráticas que están viéndose ridiculizadas ante el regocijo general. Dos de ellas están en el debate público y político, la presunción de inocencia y los aforamientos, y otra tercera quiero introducirla ahora: el principio de mínima intervención del Derecho Penal.

La presunción de inocencia dicta que cualquiera es inocente hasta que se demuestre lo contrario en un juicio con garantías. Todos dicen defenderla, pero muchos la violan sistemáticamente. Tal es el caso de los que piden que los políticos dimitan si se ven incursos en investigaciones penales. Algunos pocos opinamos que no parece lógico que supongamos a alguien inocente y, simultáneamente, le pidamos responsabilidades políticas. Suelen replicarnos que el político no solo debe ser honrado sino parecerlo. Esa frase, cuyo origen se remonta de Julio César, es un torpedo contra la línea de flotación de la presunción de inocencia: es imposible mantener las dos tesis a la vez y, desgraciadamente, estamos cayendo en la aberración antidemocrática juliana.

Otros gustan de matizar que una cosa es la responsabilidad penal y otra, la política. Las responsabilidades penales las determinan los jueces, pero no está claro quién debe concretar la responsabilidad política: ¿el interesado, su partido, los otros partidos o los ciudadanos? Lo ideal sería que la determinase el ´espectador imparcial´ del que habla Adam Smith en su Teoría de los sentimientos morales, estando claro que ni el interesado ni los miembros de su partido son espectadores imparciales. Mucho menos lo son los miembros de los otros partidos, así que quedan solo los ciudadanos. Ahora las caras palidecen cuando se adivina que, en democracia, la mejor forma de conocer las opiniones de los ciudadanos son las urnas. Todo el mundo se niega a esa conclusión porque «las elecciones no pueden lavar la culpa». En efecto, así es, pero ¿no habíamos quedado en que una cosa es la culpa penal y otra la política?

En resumen: exijo que los partidos democráticos firmen un pacto escrito especificando cuándo debe dimitir o ser expulsada una persona incursa en diligencias penales y, pido todavía con más fuerza, que se abstengan de usar en el debate político cada caso concreto mientras el pacto se esté cumpliendo. De no ser así habría que denunciar que no se busca hacer justicia sino deteriorar al adversario, siendo el resultado que la propia democracia resulta dañada.

Hay que recordar que la presunción de inocencia es una conquista democrática, que viene a evitar el perverso ´algo habría hecho´, tan popular en el franquismo. Degradarla no ayuda a la democracia, sino que nos acerca a formas autoritarias y populistas de gobierno.

Toca ahora hablar de los aforamientos y usaré para ello las palabras del juez Villares, candidato de Las Mareas y Podemos a presidir Galicia. Ha dicho que es partidario de suprimir los aforamientos de los políticos, pero manteniendo los de los jueces y fiscales. El objetivo, dice, es que puedan resistirse mejor a las eventuales presiones políticas que pudiesen sufrir en el curso de sus actuaciones. Y lleva razón, pero por un motivo simétrico habría que mantener los aforamientos de los políticos: para que no se vean condicionados por denuncias maliciosas de sus competidores o, peor aún, del Gobierno de turno.

Suele olvidarse que el aforamiento no equivale a impunidad y que sirve para ayudar a garantizar la separación entre el poder ejecutivo, el legislativo y el judicial, sin la cual no hay democracia que valga. Cargarse los aforamientos contribuiría a deteriorar el funcionamiento normal de la democracia. Que el escaño de un investigado o imputado quedase a disposición del partido o de la Cámara sería un arma letal en manos de las direcciones de los partidos para fulminar a los críticos. Así son las cosas, aunque parezcan impopulares: hay que competir en libertad, justicia, creatividad y eficacia, no en enmierdar la vida política democrática.

Y ahora la novedad. Suele admitirse que el Derecho Penal es el más temible de todos porque permite imponer las sanciones más graves a los culpables y causa severos perjuicios incluso a los que son declarados inocentes. En correspondencia con ese carácter lesivo para el justiciable, hay un principio que aconseja recurrir a la vía penal solo cuando es irremediable. Para otros pleitos están las jurisdicciones de lo Social, lo Administrativo, lo Mercantil y lo Civil. Tengo la impresión de que ese principio está decayendo de forma alarmante y que no se usa la vía penal con los políticos solo cuando está inequívocamente indicada, sino siempre que hay la menor posibilidad de aplicarla. Ese uso invasivo y exagerado de la vía penal tampoco se compadece bien con los hábitos democráticos. Y hay que proteger a la democracia de los demonios que la acechan, aunque parezcan justicieros y bienintencionados.