He pasado los tres últimos días fuera de contexto. Viaje de placer; zumbillida en mercado de antigüedades; un par de conciertos a cual más emotivo junto a gente querida y entrañable; incursión gastronómica paladeando sabores que los árabes nos inocularon en el siglo X... y, de regreso por la carretera, me doy cuenta de sopetón que, sin proponérmelo en absoluto, no sé nada desde hace 72 horas, pero nada, de lo que se traen entre manos los barandas habituales con sus juegos de palabras, los interminables dimes y diretes a los que someten al respetable y que me encuentro infinitamente más relajado y en forma que cuando zarpé. Ya sé que un tipo desinformado es manipulable por naturaleza, nadie me tiene que convencer porque llevo cerca de cincuenta años levantándome lector a mucha honra y unos poquitos menos aportando un granito al oficio de contar lo que ocurre, dado que he sido incapaz de dedicarme a uno como Dios manda. El caso, ya digo, es que miré por el retrovisor y me provocó una enorme dicha sentirme fuera de órbita, en un planeta desconocido, marciano perdido por una vez y sin que sirva de precedente.

¿Qué estamos haciendo para que a un devorador, un vicioso de la actualidad le dé gustirrinín notarse marciano? Pues, una vez atrás la hoja de ruta placentera fijada en el calendario, lo que ya he alcanzado a desgustar. Caer del guindo y volver a toparse con que quienes tienen en sus manos administrar el destino común no saben ni adónde van. Uno, un desahogado que se cree por encima del bien y el mal; otro, investido para dar la réplica a aquél, más plano que Castellón y tieso como la mojama...y, de colofón, los que vinieron a remover el estigma que, al ritmo que se han marcado, capaces son de consagrar a los prendas.

Como la mayoría de ustedes sabe, sobre estas alturas del año a punto de abrazar el otoño, el día viene a ser igual que la noche. Y, sin embargo, quién lo diría.