En homenaje y recuerdo a Antoñico Zeneka

Juntos recorríamos la orilla, por Lo Pagán, viviendo el mar y procurando no girar la vista a Levante; o mirando de reojo el inicuo perfil de La Manga, dunar enladrillado, y diciéndonos: dinamitable. Y si llegábamos hasta La Ribera, oliendo a verde espeso y ofensivo, comentábamos: qué mierda.

Nos veíamos siempre que yo podía y me acercaba a verlo, que Antoñico no salía de su pueblo si no a la fuerza; de ahí que celebráramos tanto su presencia en la tercera reunión anual del Grupo Ecologista Mediterráneo, celebrada en septiembre de 1980 en mi casa de Águilas. Él se hacía fuerte en la República soberana de sus convicciones, con limitadas idas y venidas en su rincón suficiente, en sus sueños y despechos. Aun así, era querido y respetado por sus vecinos, en especial por los pescadores de Lo Pagán.

Sabíamos disfrutar juntos: conspirábamos a favor del Mar Menor y tramábamos operaciones sutiles. Él, diplomático de maneras y estratega de vocación, me marcaba el qué y el cómo hacer, y yo iba actuando, con admiración y solidaridad.

Nos conocimos un día de 1979 en el Casino de San Pedro, de la mano del fotógrafo naturalista Javier Álvarez Cobb, en una agitada reunión de los vecinos para afrontar la urbanización naturista que la empresa holandesa Solina pretendía en el Coto de las Palomas, en el entorno de las Salinas. Nos hicimos amigos para siempre, sin mediar muchas palabras, sin interrogarnos sobre nada; y nos pusimos a trabajar. En el Grupo Ecologista Mediterráneo ya nos habíamos dirigido a los alcaldes del Mar Menor pidiendo la protección de las islas de su interior, y también nos habíamos enfrentado con éxito a los naturistas en la playa de Cerrillos, en Roquetas de Mar (y, lo mismo haríamos dos años después con los del Portús, fracasando). Sabíamos cómo frenarlos y controlarlos, pero los holandeses hicieron mutis sin más, al ver la contundencia del rechazo.

Por supuesto que excitando sin rubor el viejo pudor popular ante el desnudo y la moral tan decadente del «que mis hijos no vean desnudos en la playa» contribuimos a que el rechazo a la urbanización fuese rotundo, y a continuación atendimos los rumores inquietantes y repetitivos sobre la intención de Salinera Española de urbanizar sus salinas, o al menos una parte. Fui conociendo a dispares y fervorosos amigos que lo veneraban: Castor Pedro, Ricardo, José Miguel, Paulino, Patoño, Cuqui? y me sentía encantado. Conservadores o comunistas, los Ripoll o los Covacho, y tantos otros que fui conociendo en mis veladas pinatarenses, desfilaban entre afectos e ironías, pasando por el tamiz y el matiz de Antoñico, que decía haber aprendido la universalidad de trato vendiendo puntillas y alfileres en la tienda familiar, conocida por Zeneka.

Entre sus obsesiones destacaba la playa de La Llana, que quería librar de ocurrencias masificadoras y perversas. Y no cedía en su burla impenitente hacia el puerto 'exterior' de San Pedro, inútil y disparatado, que atribuía a un ingeniero analfabeto en corrientes marinas y que nadie quería inaugurar, por sonrojante. Aunque no podía disimular, tampoco, el poco aprecio que le merecía el Instituto Oceanográfico allí mismo instalado, mucho más vuelto hacia sus larvas y cientificismos que a los problemas acuciantes del Mar Menor; lo que no excluía sus relaciones cordialísimas con algunos de sus investigadores.

Asentándose la democracia y la autonomía nos parecía que todo sería mejor y más fácil. Con gusto, Juan Monreal, entonces súper consejero de Ordenación del Territorio, Urbanismo y Medio Ambiente, se ofreció a organizar unas jornadas en San Pedro (mayo de 1980) con destacada intervención ecologista, que fueron seguidas, pocos días después, por otras a instancias de Cuqui, emperador de la noche en curva y del clan de Antoñico, que siendo más lúdicas no resultaron menos serias.

Aunque eran tiempos en que todo el mundo protestaba y en especial los pescadores de los efectos del ensanchamiento y reprofundización del canal del Estacio, debido a la soberana voluntad del feudal de la comarca, el poderoso, omniconflictivo y nunca suficientemente aborrecido Tomás Maestre Aznar (al que acabé enfrentándome en prensa y al que frené, eficientemente, sus ganas y su querella).

Antoñico vivía, aparentemente, obsesionado por su Mar Menor, al tanto de los conflictos y maquinando encuentros, palabras y encerronas: los tentáculos de su popularidad y bonhomía llegaban pronto y lejos, y a mí me contagiaba de sus pesares como de su escepticismo siempre a la primera; además, sabía lo que había que hacer y qué palos tocar, aunque desconfiara universalmente. En el Balneario, el Venezuela, en los chiringuitos de mediodía y los garitos de la noche su lección era constante, y su queja, estimulante: el Mar Menor tenía demasiados enemigos y, peor todavía, legiones de charlatanes, cobardes y cantamañanas entre los políticos del entorno, los empresarios y las fuerzas vivas en general. Entonces nos preocupaban los vertidos urbanos y mineros, ahora son los agrícolas: la canción no varía en el estribillo.

Antoñico desapareció en 2002, demasiado pronto; pero él se había fijado, estoicamente, un horizonte limitado y opaco. Y aunque no me avisó de que se iba, quise y pude seguir su estela de brisa y brillo, marmenorenses por supuesto. Hoy, a la vista del retraso de los tiempos y la necedad de tantos, volvería a proponerme, en plática amistosa, sedente o peripatética pero envuelta en luz, que al Mar Menor hay que quererlo, para salvarlo.