Herman Hesse hacía portador a Demian del estigma de Caín. La novela se publicó cuando los jinetes de la muerte y la guerra cabalgaban por los campos de Europa. Eran los tiempos malditos de la Primera Guerra Mundial, cuyos horrores sólo fueron relegados al olvido por los aún mayores de la Segunda. Inclusive hoy, cuando vivimos uno de los mayores periodos de paz que hayan conocido las naciones de Europa, el hombre acecha y la maldición del homicida de Abel no se ha extinguido.

Todos señalan con el dedo a Rosa Valdeón cuando da positivo en un control de alcoholemia. Y la zamorana, crítica con el apoyo de su partido al exministro Soria y antes de ponderar su valía política, aparece estigmatizada en las tribunas de los mass media. Muchos de los políticos corruptos no serán condenados a más pena que la inhabilitación para cargo público cosquillas le hará la pena de inhabilitación a quien quedó ya apartado a la umbría de algún despacho universitario, una vez acabada su carrera política y que hasta tanto no sean firmes las sentencias, seguirán cobrando del erario público y apelando a la presunción de inocencia como si fuera un cajón de sastre en el que se pueden mezclar hilachas, agujas, dedales y botones finamente labrados.

Nuestra sociedad castiga la conducción etílica como delito de riesgo abstracto, lo que quiere decir que no es necesaria una situación de peligro concreto para que la conducta sea penalmente reprochable. Pero la práctica y la jurisprudencia antigua insistían en la prueba de la conducción bajo los efectos del alcohol, es decir, la influencia del alcohol en la conducción. La dificultad probatoria ha ido degenerando en la aplicación objetiva de la pena cuando se constata la simple impregnación del alcohol en sangre o en el aire expirado y, créanme si les digo, que ya puede el acusado, tras la invitación de un control rutinario, ser el más correcto caballero, hacer las pruebas de equilibrio con pericia de medallista olímpico, que será implacablemente condenado como reo de un delito contra la seguridad del tráfico. La conciencia de nuestros días impone en esa conducta un rigor parecido al de las antiguas damas puritanas. Pero aquellas al menos contemplaban la redención salvífica del pecador.

En nuestra sociedad, cada vez más pacata en sus actitudes, sin embargo, pecados no tienen redención posible. Más aún si el conductor es un político, hasta el punto de que se practica con más esmero el noble arte de la dimisión que en otros delitos en los que el bien jurídico protegido es todavía más público que la carretera. No dimitirá si es pillado con las manos en la masa, pero sí lo hará aun antes de la imputación, cuando su hálito es vaporosamente etílico. La severidad llega a prohibir y denostar el alcohol en los menores, descuidando que la prohibición alienta su consumo como si fuera el poder del reverso tenebroso de la fuerza. Es necesaria más educación y menos prohibición. Y después de este enunciado a modo de principio general, ya oigo los clarines del primer aviso, como si fuera un partidario de la anarquía y el libertinaje. Pero sólo les digo que la prohibición es el arma de los regímenes totalitarios, mientras que la educación es el útil de las sociedades libres. Proselitismo utópico, clamará quien no crea en el poder civilizador de la cultura. Pero en la Atenas que nos mostraron nuestros maestros, se rendía culto a la palabra, que no sólo cantaban en hexámetros los aedos, pues también se leía y se escuchaba en la Academia. Las preguntas no han cambiado, pero sí las respuestas, que ahora tienden al monosílabo y la onomatopeya.

Cervantes ya tuvo a quien emular, pues hubo un poeta que fue hombre de lanza en los primeros tiempos de la escritura. Arquíloco, casi contemporáneo de Homero, pero al contrario que éste, sí luchó en varias guerras y su pluma no cantó a los héroes sino a su propio brazo y sus cuitas amorosas. Como quiera que perdió el escudo y huyó del campo de batalla, y así lo cantó en inmortales versos, los espartanos lo estigmatizaron de cobarde y prohibieron sus versos. Tal vez por eso, el padre de su prometida rompió el compromiso nupcial, sin calibrar que es grande la furia del amor despechado, de manera que sus versos injuriosos fueron probable causa del suicidio de su amada y del padre de ésta.

El estigma de Caín que marcara al Demian de Herman Hesse, no ha dejado de señalar a tantos otros. Pero no se trata de una predestinación que impusiera Abraxas, dios del bien y del mal, de lo justo y lo injusto, sino de nuestro dedo acusador que condena sin juicio con el mismo capricho con que exonera la viga en el ojo propio. No es necesario el superhombre de Nietzsche, el nuevo redentor tras la muerte de Dios, para imponer noblemente su moral. La conciencia no puede ser armígera y hostil, sino una nueva piedra de sílex para labrar la convivencia de la nueva sociedad.