Desde la cama, dormido, le doy a la radio en Alicante y la primera frase que oigo es que a las nueve abren los colegios para votar. El corazón da un vuelco, cuesta situarse y lo que me pregunto sobre el colchón es que si ahora vamos a hacerlo diariamente. Votar, claro. Enseguida me percarto de que se trata de la consulta sobre la jornada continua y suspiro aliviado gracias a que hace siglos que nos independizamos de los nanos. Pero, a pesar de respirar hondo, no puedo evitar la mezcla y, mientras me hago el remolón, me viene una reflexión de la ingeniera agrónoma y directora de obra de Acuamed, en vísperas de inaugurarse la campaña electoral de cuya resolución aún no tienen la menor idea ni los que la protagonizaron, con la que relataba su peripecia en una empresa pública encartada „qué raro„ por adjudicaciones harto flamencas: «Me echaron por no ser corrupta», sentenciaba la pobre dado que su trabajo consistía en controlar la obra económicamente. Debe haber encomendamientos más sencillos dentro del panorama laboral patrio. El caso es que, mientras me incorporo, concluyo de esa guisa que no por votar amanece más temprano. El virus de esta enfermedad que subvierte el sentido mismo de la papeleta, al haber quedado patente tantas veces que los resultados castigan de aquella manera a los vivales, se ha inoculado de tal modo que, como es bien sabido, la Audiencia Nacional tiene embargadas las cuentas bancarias hasta de la productora de Cuéntame por andar implicada en una presunta trama de evasión fiscal. Qué más queremos: defraudadores, mangantes, aprovechaos, tunantes, tránsfugas, consentidores... Ya que nos hemos acostumbrado a transitar en el impasse, tendríamos que calentarnos el coco, patrocinar un Gobierno en funciones, uno sin estigma, impedir que se convoquen elecciones hasta que hagamos de nuevo la mili, componer un jurado popular que no deje pasar una y empezar una serie que haya por dónde cogerla. Y mira que hay, pero de éstas no tenemos quién la produzca.