El 30 de diciembre de 1870, Don José Echegaray y Eizaguirre, director de Obras Públicas del Gobierno español, recibía en Cartagena, junto con el almirante Topete y el general Berenguer, miembros ambos del Gobierno español, al nuevo rey votado en las Cortes, a la sazón, don Amadeo de Saboya, duque de Aosta. Ese mismo día fallecía, tras el atentado de la calle del Turco, su máximo valedor en España: el general Prim. Fue una de las valiosas experiencias históricas que vivió nuestro personaje. Puede ser que otra de las más importantes fuese la recogida 34 años más tarde, en 1904, junto con el poeta francés Frederic Mistral, del Premio Nobel de Literatura por parte de la Academia Sueca, en Estocolmo.

Echegaray siguió en la política en tiempos republicanos y los neomonárquicos de la Restauración. Pero don José llegó a la política desde los estudios y la investigación, no desde la práctica política, entonces tan emparentada con la demagogia. Sin duda fue uno de los grandes científicos del siglo XIX español. En la efeméride cartagenera, nuestro Nobel tenía 38 años. Y casi un cuarto de siglo antes, había estudiado su bachillerato en esta ciudad de Murcia en donde escribo. Su padre, don José Echegaray Lacosta, había sido médico, y más tarde, catedrático de Agricultura en el instituto Alfonso X el Sabio de Murcia. A este hombre le debe Murcia la joya del Jardín Botánico de la capital, hoy alegremente enajenada en ubicación de locales festeros varios. Las especies arbóreas de este enclave serían la envidia de muchas ciudades del mundo. Aquí, han sido olvidadas. Este Jardín Botánico fue luego sucesivamente enriquecido por las aportaciones de misioneros murcianos por los cinco continentes.

Dejó dicho el escritor Max Aub, arrinconado autor del exilio del 39, que cada cual es «de donde ha hecho el Bachillerato». Claro, analizada la frase desde la perspectiva sociológica, y encuadrada en el momento en que la dijo, resulta muy estrecha de aplicación real. Pero a nuestro Echegaray sí le alcanza. Aquí, en Murcia, hizo su Bachillerato, y descubrió las Matemáticas. Luego, marchó a Madrid para ingresar en la Escuela de Ingenieros de Caminos. Su carrera científica y política fue meteórica y de mucho alcance, nacional e internacional. Un telegráfico curriculum podría ser: profesor en la Escuela de Ingenieros de Caminos, miembro de la Academia de Ciencias Exactas, director general de Obras Públicas, diputado a Cortes, ministro de Hacienda y Fomento hasta cuatro veces, en distintos regímenes de Estado, miembro de la Real Academia de la Lengua y Premio Nobel de Literatura.

Esta última distinción le administró la injustísima mala memoria que casi toda España tiene de él. Literariamente, su obra dramática estaba anticuada, en efecto. Obedecía a los cánones románticos tardíos, que se habían perdido ya tras la victoria del Realismo en todas las artes. Tanto sus contemporáneos realistas como los inmediatamente posteriores, la Generación del 98 y la más tardía del 27, denostaron su obra. Tal juicio literario era acertado, pero como dijo Ricardo Baroja, ni Valle Inclán, que lo llamó «viejo idiota», ni tampoco ninguno de los demás, sabía hacer una multiplicación por números de dos cifras. Infausta e injustamente, su quehacer literario, ya decadente, aunque vivo en el espectador, prevaleció a su valor científico con prestigio europeo.

Pero, incluso en el propio terreno socioliterario, Echegaray tiene una muy buena defensa. Su discurso de entrada en la Academia de Ciencias fue un escándalo. Ocurrió al tratar la Historia de la Ciencia, en la cual se quejó amargamente de que la energía patria a lo largo de tantos siglos se disolviera en una marea de «€látigo, hierro, sangre, rezos, braseros y humo», en lugar de haberse dedicado al estudio y a la experimentación. Eso, décadas antes de que los que sentían ´dolor de España´ dijeran aquello de «que inventen ellos»; eso sí que era ser retrógrado. Echegaray sintió a la patria y lo dijo alto en el más alto sitio que podía decirlo. No pocos insultos, denuestos y persecuciones sufrió por ello. Ese discurso fue noventayochista avant la lettre.

En la biografía de Echegaray existen dos momentos muy interesantes. Enviado por el Gobierno a ´espiar´ la construcción del túnel primero de los Alpes, sobre todo a intentar rehacer la excavadora diseñada para ello, supo dibujar, hasta la última pieza, toda la ingente maquinaria del artilugio con tan solo verla una tarde. No le dejaban tomar del natural, pero esa misma noche levantó los planos del ingenio. En otra ocasión ideó, en el nivel de proyecto, un túnel bajo el Canal de la Mancha para trenes. Pero el botarate de Napoleón III le negó su atención. Acaso el túnel que une Londres con París hoy debería llevar su nombre.

Como dramaturgo ganó mucho más dinero que como político y, mucho más que como ingeniero. Echegaray echó mano del teatro que con toda seguridad vio en la Murcia de su adolescencia: el teatro romántico. Y lo aderezó de truculencia y sufrimiento. Luego, ya más puesto al día, lo adobó con la psicología de Ibsen. Este hecho, y el que la Academia sueca quisiera salir de la endogamia primera de conceder el galardón exclusivamente a gente escandinava, para universalizar el premio, hizo que Echegaray alcanzara el Nobel. La Academia sueca observó el éxito de público que obtenía Echegaray en la España de su época. En Murcia se le llegó a iluminar el trayecto del teatro a su fonda con antorchas portadas por los espectadores de la obra representada. Tras haber salido a saludar hasta diez veces. Eso, unido al estreno en Estocolmo de O locura o santidad, ya con tintes ibsenianos, fue definitivo para que creyeran acertar.

La temática y la arquitectura dramatúrgica del ingeniero es de otra época, sí; pero el público aún seguía en esa época. Acaso los realistas y el 98 sabían el futuro. Pero Echegaray no. Vivía en su tiempo, y aún no sabía de dolores de la patria, ni de los problemas morales de la burguesía. Ese mismo 98 denostaba también a Blasco Ibáñez, que arrasaba en las librerías de Madrid y Buenos Aires. Los del 98 se autoeditaban, y estos dos escritores, no; eran perseguidos por los editores y por los productores teatrales. Un componente de envidia había ciertamente en esa inmisericorde persecución del ingeniero-dramaturgo. También otras cosas, claro, pero es tremendamente injusto que a Echegaray el juicio literario de sus contemporáneos le anulara el resto de su producción intelectual en el campo matemático y de las obras públicas.

En este sentido, es una gloria española de todos los tiempos, semejante a Isaac Peral, Juan de la Cierva, Rey Pastor, Severo Ochoa, Sánchez Albornoz o Menéndez Pidal. Mi ciudad, Murcia, ignora la lumbrera científica que aquí accedió por primera vez al mundo matemático. Lo normal.