Si alguien merece un homenaje de la nación española ese es el recientemente fallecido Gustavo Bueno. Entre otras muchas cosas, porque siempre defendió la importancia de España. En contra de lo que muchos personajes de izquierdas han postulado, él se mantuvo firme en la defensa de España, no solo como Estado, sino también como nación. En ese sentido, se opuso certera y tempranamente al separatismo catalanista. Lo atribuía a pura ignorancia, propiciada por los errores que cometimos los antifranquistas al no asegurar debidamente en la Constitución la obligación de enseñar el idioma español y la Historia de España en todos los territorios de la nación.

No hay que tomarse a mal esa crítica, pues solía decir que demostrar a alguien que está equivocado es una muestra de respeto. He ahí una buena síntesis del meollo del pensamiento libre, como el que él siempre practicó. Y él criticó a todos, al margen de banderías.

Lo importante es que produjo un sistema nuevo y completo: el materialismo filosófico. Ese sistema defiende el ateísmo y combate toda forma de creencias espiritualistas, aceptando también el llamado materialismo histórico propuesto por el marxismo. Hasta ahí no había nada especialmente novedoso, como no fuese la idea de que los humanos pergeñamos inicialmente la noción de Dios no a nuestra propia imagen, como era comúnmente aceptado entre los materialistas, sino a imagen de los animales.

Más original era su versión de materia, combatiendo la tentación fácil de identificarla con lo corpóreo, con lo dotado de masa. Afirmaba que la distancia entre dos cuerpos resulta intangible e incorpórea, pero es una entidad material. Ahora sabemos, gracias a Einstein, que la métrica espacial se deforma en la cercanía de grandes acopios de masa y energía, lo que confirma su tesis de la materialidad del espacio. Esa idea de unas cualidades intangibles de la materia es muy fructífera y abre nuevas vías para explorar la relación entre la mente y el cuerpo.

Otra propuesta de Bueno a contracorriente del saber común fue que la Filosofía no nació con Tales de Mileto, sino con Platón. Eso puede sorprender en un autor declaradamente materialista, pero lo argumentó convincentemente. Los sabios griegos anteriores a Sócrates y Platón, como Tales, Pitágoras o Demócrito, se interesaron por la naturaleza de las cosas. Sus avances sembraron las semillas de lo que hoy son las ciencias naturales, pero, según Bueno, la Filosofía es un saber de segundo grado que, para constituirse como tal, necesita de un cierto desarrollo previo de las ciencias y las técnicas. En vez de ver la Filosofía como una actividad incipiente, que puede luego concretarse en diferentes ciencias, como la Física o la Biología, él consideraba que servía para elaborar conceptos generales y más profundos acerca de las entidades puestas de manifiesto por los científicos. Esa postura le permitía garantizar el futuro de la Filosofía, que siempre seguiría desarrollándose en diálogo permanente con las ciencias, cuyo continuo progreso resulta obvio.

Hay dos propuestas de Bueno con las que me declaro de acuerdo. Se definía como un católico ateo y nunca dejó de pugnar contra la idea de que la Iglesia católica había sido enemiga de la Ciencia. Nos recordó que fueron los católicos quienes recuperaron y preservaron en Occidente el legado filosófico griego y el cuerpo jurídico romano. Eso suele admitirse sin problemas, pero él añadió que también jugó un importante papel en el nacimiento de las ciencias experimentales. Mencionó el hecho de que eran eclesiásticos tanto Copérnico, el fundador de la teoría moderna heliocéntrica, como Mendel, el descubridor de las unidades hereditarias que hoy llamamos genes. Y pudo adjuntar, como ejemplo más reciente, el de monseñor Lemaître, el jesuita que propuso por vez primera la hipótesis de la expansión del Universo. En mi libro Los adoradores del azar y los de Dios, que hay que encargar a la Editorial de la Universidad de Sevilla, defiendo extensamente esa idea de que el monoteísmo cristiano contribuyó al desarrollo de las ciencias naturales y es compatible con ellas.

Señaló que la producción filosófica católica, como la de Tomás de Aquino, abría más puertas a la reflexión y la duda que el radicalismo de Lutero, a quien tachó de un extremo subjetivismo incompatible con la crítica filosófica de las religiones. De hecho, la oposición más feroz al heliocentrismo vino de Lutero, un dato que suele obviarse.

También criticó el aborto, denostando a quienes comparan el embrión con una verruga del cuerpo materno, pues esa supuesta verruga no solo tiene una madre sino también un padre. Argumentó que la mujer es dueña de su cuerpo, pero no del cuerpo del embrión, pues defender eso equivaldría a defender el esclavismo.

Vejado indiscrimadamente por los franquistas, los separatistas, las feministas y los izquierdistas más sectarios, se merece que lo honremos.