En el campo, las veladas veraniegas discurrían en la placeta o en la era, con los contertulios entretenidos en la contemplación de los milagros de la noche estrellada mientras se hablaba de los pequeños acontecimientos del discurrir lento y sin sobresaltos de las noches y los días. Pero aquella estampa propia del beatus ille, era perturbada por el ataque sostenido de un enemigo casi invisible y traicionero: las beatas, mosquitos diminutos que, como las mujeres devotas que pasan las horas y los días en misa, eran compañía inevitable por las noches, en la tertulia al fresco o en la cama, con sus aguijonazos que empanaban de rojeces piernas, brazos y caras, de manera que la conversación o el descanso degeneraba en batalla encarnizada de sacudidas, palmetazos y aperturas y cierres de manos, en el intento vano de causar bajas en el ejército innumerable de lah featah. Combate desigual que sólo se equilibraba un tanto cuando se recurría al formidable aparato del flit, cuyas rociadas acababan con algunos de los invisibles enemigos, aunque a costa de atosigar y envenenar también a las propias huestes de los que los combatían.