Unas mujeres con un afilado punzón haciendo ojetes o bodoques en sus bordados o unos comensales ensartando con un certero punchón patatas fritas o magras con tomate, nos traen la imagen de caminos, setos y medianerías bordeados de acibaras que, con su maraña de hojas carnosas festoneadas de púas y rematadas con la recia y redonda aguja antedicha, instaban a no meterse en predio ajeno. Estas plantas ásperas, llamadas por otros pitas o agaves, pero aquí acibaras por confusión con el acíbar o aloe, alegraban la primavera con sus largos y estilizados acibarones coronados de florones amarillos que, como el canto del cisne, anunciaban la muerte de la planta. Pero destaquemos sus mil utilidades: sus hojas daban un hilo resistente y, cortadas en pedazos, eran alimento invernal del ganado; mientras que los acibarones servían como maderos para techar, o de puntales y largueros para levantar un tambanillo, o de galga para recoger la parva de la era, amén de airosa palanca, precedente de la grúa, con que izar los voluminosos jarpiles de paja a los almiares; y, en fin, de su peana se tallaban recios posetes para sentarse.