Cuesta arriba se hace el asfalto, como algunos discursos a las 4 de la tarde que tienen menos audiencia que Saber y ganar. Quizá porque el que se subió a la poltrona sabía que iba a perder. La ingravidez de las vacaciones choca con la gravedad del día a día. Las nuevas cervezas con limón, precedentes del también murciano granizado, se tornan en un agrio despertados improcedente, preámbulo sólo de una viejuna jornada. Eso sí, hay algún valiente que lleva sintonizada en su interior la balada «quedan días de verano», intentando prolongar la sintonía hasta la vuelta o la revuelta. Buenos propósitos para salir a flote en este espacio tiempo donde, como diría mi primo Elías tras descubrir a Einstein, todo está en movimiento aunque el ojo no lo perciba: el crucero que navega, los alegres turistas que practican largos en su azul piscina y el pescador que lo observa todo desde la orilla. Prometo sumergirme en la ciencia hasta desactivar la explosiva teoría de la relatividad, aunque ciertamente no voy a fenecer de apnea. Yo, que estoy a miles de años luz del científico alemán, sólo observo inmovilismo. Nuestro AVE ha frenado aún más su vuelo. El agua sigue sin llegar. El aeropuerto cuelga el cerrado como único cartel y hay mares que ya parecen muertos. Anestesiados y repletos de lodo, nadie alcanza a ver siquiera cuándo comenzó a joderse todo, que diría el escribidor Vargas Llosa. Agarrados al fondo, aún vendrá Albert a intentar descubrirnos el paraíso, la grandeza del tiempo que transcurre aunque nosotros, -con la pericia de todos los que, desde arriba, intentan que miremos hacia otro lado- no lo veamos. Y más jodidos iremos si se cumple el dicho del también admirado Rafael Ferlosio: «Vendrán más años malos y nos harán más ciegos». Esperemos que pase el síndrome postvacacional, pero más que pasajero lo de Murcia ya parece una enfermedad crónica.