A propósito de un trabajo que estoy haciendo, y que si Dios quiere verá la luz la primavera del 2017, recordé la trama de este film de Eduardo Noriega basado en la novela homónima de Juan Bonilla y de cómo en la vida, casi siempre, no se puede poner la mano en el fuego por nadie, ni por uno mismo, porque en la mayoría de ocasiones sucede que acabas quemándote.

Rescaté de las páginas de Bonilla algunos párrafos que tenía subrayados y que necesitaba recordar y tras casi 17 años después volví a ver la película de nuevo. Había olvidado prácticamente todo; los juegos de rol, los nazarenos con pistolas láser, la paranoia, la sugestión, la desconfianza y las continuas acusaciones y sospechas que van y vienen indiscriminadamente de un personaje a otro como la pelota en una cancha de tenis.

Quitando la parte ficticia que envuelve tanto a la novela como al thriller pensé que la vida real no es tan distinta de cómo se escribe o se filma y el mensaje de ambas creaciones sobre la fragilidad de la certeza es claro y absoluto. El conocimiento seguro y evidente que creemos poseer sobre que algo es cierto es una mera ilusión, esperanzas que carecen de fundamento, pero que hacen de la existencia un lugar más seguro y estable.

A la hora de la verdad, de los momentos cruciales, en los que los acontecimientos se precipitan tomando un rumbo que nunca hubiéramos podido imaginar descubrimos con cierta sorpresa la verdadera naturaleza de los que tenemos al lado e incluso de nosotros mismos. Es inquietante conocer al habitante que habita en el interior de nuestros amigos y conocidos, pero todavía lo es más descubrir al extraño que todos llevamos dentro.

Quizás nos iría mejor si en lugar de esperar y apostar por el sosiego y la tranquilidad de lo conocido, nos limitáramos a asumir la duda como la parte auténtica y evidente de los acontecimientos y sospechar de la certeza como una suerte de espejismo que en la mayoría de ocasiones aparenta una tranquilidad engañosa, la ilusión del conocimiento seguro que todos creemos tener sobre las cosas.

Como yo lo veo viviríamos más relajados con los demás, pero sobre todo con nosotros mismos aprendiendo a no avergonzarnos de las imperfecciones de nuestras esperanzas.

Si consideramos esto y nos acostumbramos a no juzgar por la apariencia sino por la evidencia, tomando los cambios y los imprevistos como giros que nos deparan días inmejorables arrancándonos del camino que debía seguir su curso, nuestro día a día puede convertirse en una suerte de cadena compuesta de eslabones memorables donde la certeza y la seguridad de lo conocido podían habernos quitado días especiales convirtiendo nuestra existencia en algo indeterminado e insignificante atado a la cadena que supone una vida cualquiera.

Una tendencia que aunque cínica y falta de costumbre nos proporciona ver las cosas como realmente son, y no como se quiere que sean.