«¿Qué necesidad?». Esa fue la pregunta que me hice a mí mismo cuando, allá por mitad de agosto, me levanté de madrugada para iniciar el Camino de Santiago. Estaba de vacaciones, mi cuerpo se había adaptado al descanso tras una semana de playa y lo de madrugar para echarme kilómetros y kilómetros a las piernas me apetecía tanto como votar, y trabajar, el día de Navidad. Pero mi mala actitud ante el reto se esfumó en unas horas. Y ahora afirmo que el Camino ha sido una de las experiencias más gratificantes de mi vida, inolvidable en el plano personal. Lo mejor, sin duda, la relación de compadreo, de hermandad, que se establece con el resto de peregrinos, cada uno con sus peculiaridades y sus motivaciones. Desde un catalán que resultó ser la persona más espléndida que he visto, hasta un castellonense que iba a desestresarse del trabajo y acabó agobiando a todo el mundo, pasando por miles de italianos que, organizados, formarían un ejército mayor que el que comandó César en la conquista de las Galias. Lo único malo, comprobar lo poco que se aprecia a Murcia en el resto del país («Andaluz, ¿verdad?», me preguntaban al oír mi acento). Sobra decir que pienso repetir.