Hoy me ha pasado algo extrañísimo. He ido a comer a ese pequeño restaurante con aire francés, ése que cuenta con apenas diez mesas, al que acudo cada miércoles. Me encanta la delicada iluminación, la decoración y la selección del hilo musical, es una madeja que acompaña y enriquece la degustación. La gente va muy arreglada, en su mayoría son parejas y yo acudo con la ropa de trabajo pues me pilla a tres manzanas de la oficina y siempre voy sola.

Aún estaba consultando esa carta que me sé mejor que el cocinero cuando ha entrado un tipo rarísimo, muy alto y con el jersey del revés, parecía buscar a alguien hasta que ha reparado en mí y se ha dirigido decidido hacia mi mesa. Me ha dado dos besos disculpándose por el retraso y ha ocupado el asiento de enfrente. La estupefacción no me ha permitido articular palabra, defenderme de sus besos ni aclararle que me confundía con otra persona.

- Sígueme la corriente, por favor. Verás, en la mesa del fondo, mi mesa, está la mujer de mi vida, con otro. Hace dos semanas, en esa mesa, le puse un anillo en el dedo. Ella respondió que necesitaba espacio, aire y tiempo. No sabe que ella es el aire, que llena el espacio, que detiene el tiempo. Dicen que no sabemos lo que tenemos hasta que lo perdemos, pero yo sí lo sabía. Y lo sé y la quiero recuperar y por eso te necesito.

- Creo que voy a llamar a la Policía.

Yo no salía de mi asombro. Y él me cogió la mano por encima de la mesa y la besó.

- Sí, definitivamente, llamo a la Policía -le digo.

El loco se levanta, coge su móvil con desparpajo, pone la cámara frontal, me rodea con un brazo y nos saca una foto. Antes de volver a ´su´ silla, besa mi frente, me mira a los ojos y suplica:

- Te lo pido por lo que más quieras.

- Lo que más quiero es que me dejes comer en paz, en una hora vuelvo al trabajo.

- Estupendo, comamos pues.

El tipo llama al mêtre y pide por los dos. Sorprendentemente, acierta de pleno en la elección. Todo es muy surrealista. Comienza a hablarme con naturalidad y fluidez sobre familiares y lo que se supone que son amigos ´comunes´. Como la situación parece insalvable, decido unirme a mi enemigo y entablar conversación.

- Y, ¿cómo sabes que es amor, amor verdadero?

- Bueno, normalmente esas cosas se saben cuando se acaba. Pero, por ejemplo, tengo en mi cabeza treinta y siete fotos que quiero hacerle, trece canciones que tengo que escuchar con ella y tres ciudades que debemos visitar, sí o sí. E imagina que se hunde el Titanic, le dejaría un trocito de tabla. O cuando me sucede algo bueno, siempre siempre, me acuerdo de ella y supón que su vida dependiera de ello, sería capaz de comer brócoli incluso.

- Así que brócoli. Ya veo, eso es amor, no cabe duda.

- Y aún falta una cosa más, el mejor de mis besos todavía no se lo he dado. Bueno, Andrea -me llama Andrea, yo no me llamo Andrea, pero ya no me sorprende nada-, mira qué hora se ha hecho, te tengo que dejar. Nos vemos la semana que viene.

Se levanta y se acerca a mí, coge mis mejillas con ambas manos, me besa suavemente los labios y me invita a levantarme. Me rodea con sus brazos y me besa intensamente. Es un beso de esos que te hace levantar una pierna, cerrar los ojos, alinear todos los chacras y decidir el nombre de los tres primeros hijos que tendréis.

Yo no doy crédito, el hombre que me acaba de dejar sin aliento sale del restaurante y cruza al otro lado de la calle. Aún puedo verlo y aún me tiemblan las piernas. Parece que se lleva el móvil a la oreja.

En la otra acera:

- Tío, lo he hecho, me he lanzado. Bueno, con los nervios, en vez de presentarme, le he contado una rocambolesca historia, pero ella ha entrado al trapo.

-¡Estupendo! Seguro que está pirada.

- En fin, ya sabes, lo importante es que nuestras locuras sean compatibles.

- Sí, tío, lo que tú digas.