Soy pesimista a corto plazo, optimista a medio y pesimista de nuevo a largo plazo. Y voy a intentar explicar por qué.

Soy pesimista a corto plazo porque estamos viviendo una vuelta al nacionalismo (sólo diferente al tribalismo por el número de adherentes), al populismo de bajos instintos y al antintelectualismo más descerebrado, todos fenómenos que, según los antecedentes históricos, no deparan nada bueno para el futuro inminente de nuestra sociedad. Solo hace falta mirar al Brexit (¿qué esperan ganar estos chicos haciéndose cada vez más pequeños y levantando nuevos muros sobre los escombros de los anteriores?), a la campaña presidencial norteamericana (no hace falta que Donald Trump gane las elecciones, sólo el haber ganado las primarias de su partido ya pone los pelos de punta) o a la guerra sin escrúpulos y sin cuartel que se libra en Siria desde hace ya cinco y dramáticos años.

Eso a nivel general. A nivel español y murciano, ni te cuento (entre otras cosas porque he decidido eludir los temas de política nacional y regional en esta columna). Miramos al cielo del futuro inmediato y vemos grandes nubarrones grises de tormenta torrencial que vaticinan lo peor.

Y sin embargo soy optimista a medio plazo, digamos a una década vista y para las próximas décadas de este siglo. Porque si analizamos la historia de la humanidad, desde que surgieran las primeras agrupaciones de agricultores sedentarios, la cadencia no ha sido otra cosa que una evolución razonable hacia un mundo más estable y pacífico, aunque estallidos como las guerras mundiales del siglo pasado parezcan desdecirlo. La cuestión es si las dos guerras mundiales fueron la excepción o la regla. La realidad es que, después de más de siete décadas en las que nada de parecidas dimensiones ha sucedido, parece que hemos llegado a un equilibrio razonable donde la improbabilidad de un nuevo enfrentamiento de parecidas dimensiones es muy alta. Os remito al magnífico libro de Steven Pinker Los Ángeles que llevamos dentro: el declive de la violencia y sus implicaciones.

Lo que nos lleva a pensar que, a pesar de guerras como la de Siria, accidentes como el Brexit o un candidato a la presidencia gamberro en Estados Unidos, como Donald Trump, el mundo camina por una senda general donde el respeto, aunque no se al amor, entre sociedades y naciones represente la anormalidad, al contrario de lo habitual de lo sucedido en los inicios de nuestra historia como especie.

Y soy pesimista, eso sí a largo plazo: al fin y al cabo la vida es una película que siempre acaba con la muerte del protagonista. Y al Universo le espera un futuro de materia completamente inerte al límite del cero absoluto, una vez agotada toda la energía disponible. Afortunadamente, esta última parte, seguro que me la pierdo. ¡Qué alivio!