Algunos, como Andreas Wirsching, profesor de Historia Contemporánea de la Universidad Ludwig-Maximilian de Múnich, hablan, no sin cierta exageración, de «guerra civil larvada». Y ven entre sus causas la reedición del esquema «amigo-enemigo» teorizado por el ideólogo ultraconservador Carl Schmitt en los años treinta del pasado siglo. En el ´islamismo radical´ anidan formas de construcción de la identidad que con su ideología ´religiosa y anti-occidental´ tratan de imponer al mundo ese peligroso esquema.

Ese tipo de ´islamismo radical´, con su acompañamiento terrorista, representa un enorme desafío para las democracias occidentales, sobre todo cuando éstas están sometidas a fuertes tensiones que tienen mucho que ver con un tipo de globalización que deja a tantos en la cuneta. Y esa crisis, producto de la inseguridad y del miedo a la pérdida de estatus sobre todo de las clases medias, se refleja en un rechazo instintivo del extraño, de quien no es como nosotros y en quien vemos sólo a alguien que pone en peligro nuestros derechos y privilegios: todo lo que con nuestro esfuerzo y el de nuestros padres habíamos conquistado.

Todos los resentimientos, el desapego de la política, tan evidente en todas partes, el rechazo de una globalización que sólo parece beneficiar a unas elites cosmopolitas y cuya única patria es el dinero, tienen como punto de referencia ese ´enemigo´ exterior: el inmigrante, sobre todo si es musulmán y árabe. Y todo ello -la inmigración y el terrorismo y la inseguridad que provocan sobre todo en los más desfavorecidos en los países occidentales- es arteramente aprovechado por los populistas, que confunden muchas veces adrede esos fenómenos porque es más fácil encontrar fuera cabezas de turco que afrontar una realidad que nos supera.

Sólo así se explica el éxito de movimientos y partidos populistas como el Cinco Estrellas de Beppe Grillo o de los hombres fuertes de ideología ultranacionalista como el presidente ruso Vladimir Putin, el primer ministro húngaro, Viktor Orbán, o últimamente, en el mundo musulmán, el presidente turco, Erdogan.

A los que habría que añadir por supuesto otros dirigentes que no dejan de proporcionar titulares a los medios como la presidenta del Frente Nacional de Francia, Marine Le Pen, o el candidato republicano a la Casa Blanca, Donald Trump, el hombre de las soluciones simplistas y brutales para los problemas más complejos y delicados.

No deja de resultar sorprendente para muchos, aunque no lo sea tanto si lo analizamos a fondo, la popularidad que encuentra por ejemplo Putin últimamente entre los simpatizantes de la extrema derecha alemana: la gente que milita en movimientos como Pegida y que a veces corea en la calle su nombre mientras echa pestes contra la democracia de Berlín. O que el presidente ruso parezca caerle tan bien a Trump: en medio de la confusión general, las personalidades autoritarias, que saben como nadie seducir a los débiles y desorientados, se entienden magníficamente entre ellas.

De ahí también la popularidad entre los hombres fuertes de la democracia plebiscitaria, la apelación al pueblo soberano como la forma más pura de democracia directa. Algo que, en manos de aquéllos, se transforma rápidamente en un instrumento de manipulación al eliminar el carácter deliberativo que debe tener siempre la democracia y reducirla al ´sí´ o ´no´ a una pregunta convenientemente formulada para que salga el resultado deseado.

Es cierto que mandatarios como Putin o Erdogan no son como Mussolini -la historia no se repite ni como farsa-, pero sí recurren muchas veces a algunas de las técnicas que emplearon los dictadores fascistas en su día, quienes, no lo olvidemos, llegaron muchas veces al poder también mediante las urnas.