Miró con respeto a aquellas seis cuerdas. Con ese respeto que se tiene a aquellos objetos que rozan la admiración, bien porque vienen de alguien importante o bien porque te produce una sensación que pocas cosas pueden ofrecer. Ni siquiera personas. La puso sobre sus piernas. Prendió un incienso y lo puso entre el clavijero y la cejilla y, tras afinarla, se puso a tocar sin más. Del re al si menor, de ahí al sol, fa sostenido menor... Cerraba los ojos y dejaba que los dedos fluyeran. Esa sensación le calmaba como pocas cosas, quizás porque le recordaba a ciertos momentos de su infancia, o tal vez porque le hacían soñar con otra vida que siempre quiso tener, aunque nunca la buscó. Como otros miles de niños que ansían ser estrellas del rock. Después de varias horas la dejó en su sitio y miró al horizonte con un vaso de whisky en la mano. Por desgracia la vida y los problemas seguían ahí. Pero al menos le quedarán esas seis cuerdas.