stoy pasando unos días en La Azohía, con mi familia, cuando en una tienda me ofrecen ´El Eco de la Torre´, un boletín informativo que toma su nombre de la Torre de Santa Elena, en La Azohía, y que tiene como finalidad el pensamiento ecológico, involucrado y donante de la antropología y la cultura social. Se parece a esas pequeñas revistas, como lo era el ´Eco del Parque´ para la defensa del Parque Níjar-Cabo de Gata, que se hacen grandes porque lo que predican en libertad es la defensa de la sociedad en la que habitan.

En la de la Azohía he podido leer un artículo de Nuria Llerena, ´Atardecer en la Azohía´, en el que, en relación con la belleza creada cuando se va el día y empieza la tarde en ese lugar de la Sierra de la Muela, se dice: «Las luces, los colores, van cambiando paulatinamente y, antes de que el sol se esconda, el cielo va pasando de los amarillos a los naranjas, a los rojos, a los malvas€ un espectáculo de creatividad absoluta que cada día es diferente». Hermosa visión de lo que realmente ocurre en aquellas tardes que, casi siempre me traen el recuerdo del pintor de Alhama de Murcia, Aurelio, con aquellos paisajes suyos de La Azohía, aquellos amarillos que eran desposados por los rojos y los malvas tiza que, en sus poéticas pinturas dejaban desde el cromatismo de su paleta la verdad de una visión completa de los arreboles tardíos que ya de genial manera encarnara Goya en sus lienzos de luz..

Era también agosto cuando íbamos a San Ginés con el escritor Antonio Segado y Pepe Hernández Cano, el escultor, para ver a Aurelio en aquellos primeros sellos de óleo color amarillos, cuando se decidió a pintar «de otra manera», en una etapa deslumbrante, cuando hizo el cuadro de Arturo y las palmeras de La Azohía (son dos ejemplos). Qué buenos ratos juntos. Y los recuerdo ahora en esa clave de la belleza del atardecer en la Azohía, precisamente cuando me viene también al recuerdo, siempre despierto, la figura de aquel amigo del alma, Manolo Acosta, «con quien tanto quería», en aquel Mazamor (que así era para nosotros Mazarrón) en los tiempos de los Amigos del Faro, entre actores, maestros, poetas, cantaores y pintores. Gente que no escribía ni pintaba ni decía una España oficial, sino que andaban por su creación instrumental ajenos al poco gusto de las ñoñas modas o de las seguras actividades del fácil lucro. Porque estaban hambrientos de sentir otra melancolía y de disfrutar de las pequeñas cosas, recordando aquello de «lo pequeño es hermoso», desde la «noche estrellada» que nos encendía por las noches el reflejo desde la bahía del puerto en Mazamor.

Y aquí andamos ahora. Compro el diario, en donde escribo, en el estanco de Salvadora y me voy al León a desayunar. Un baño mediterráneo con mi nieta Candela y después la visita de Ángel con mis amigos Pepa y Leo. Es jueves y esta noche vienen Pablo y María. Subiremos a cenar cerca de la Torre de Santa Elena o en la bodega de mi amigo Molina. Haremos por ver a Gabriel Batán y a su nieto Alejandro y, como siempre, recordaremos a Encarna. Estaremos junto a ella para saber que aún sigue entre nosotros. Porque la mejor manera de seguir creyendo en la vida es no olvidarla. Y así en unos días besos y abrazos y hasta otro año. La vida€ Eso será mañana lunes. Despedida, bien abiertos los ojos ya llenos de esos colores que despertaron en mí el recuerdo de aquel pintor, hermano adusto, que más pareciera salido de Cervantes que de ninguna otra figura siempre sobresaliente de la historia de los geniales personajes únicos, del que Antonio García Berrio analizó la intertextualidad poética-pintura desde aquel «ut pictura poesis» que, como en este lugar del Cabo Tiñoso, la llamada Punta de La Azohía, resulta del silencio poético y cromático.