Fue hace 40 años, en agosto de 1976, cuando viví mi primer viaje al desierto de los saharauis en el exilio, la hammada de Tinduf, en Argelia. Tal y como le había pedido, tras una rueda de prensa clandestina meses antes en la Universidad, Musa Sidi Hamed me invitó con motivo del III Congreso del Frente Polisario, y desde Águilas para allá me fui, volando de Alicante a Orán y cubriendo en tren la distancia entre Orán y Argel. Fue emocionante que me alojaran en el hotel Saint George, magnífico enclave de tipo colonial, en el que Eisenhower montó su cuartel general con motivo del desembarco de los aliados en África del Norte en 1942 (poco después el nombre cambiaría al de Aurassi, del Aurés, región montañosa viva de guerrillas durante el largo y cruento enfrentamiento con Francia, y así lo reencontré cuando volví a alojarme en él, en septiembre de 1986, esta vez invitado por la Embajada argelina en Madrid).

Fue, con todo, el encuentro con el desierto lo que me quedó grabado para siempre: y lo primero, la sensación de los 50 grados de temperatura (y 5 por ciento de humedad) al salir del avión, tras un vuelo militar que acabó en la pista del aeropuerto de Tinduf, hecha de placas metálicas engarzadas. Buscaba esa experiencia desde que mi interés geográfico por los desiertos (que debo decir sigo anteponiendo al que siento por el mar o la montaña) fue subsumido por la pasión por la cultura árabe-islámica que me imprimieron mis compañeros de trabajo de Honeywell (1971-73), inesperado lugar que resultó decisivo para la pasión por el arte, la historia y los viajes.

Además, en aquellos días de enfrentamiento abierto con Marruecos, la provisionalidad de los campamentos era la nota más destacada, y de ello se derivó que me tocara dormir, bajo las estrellas, en el oasis de Auhinet Belegra, risueño palmeral en torno a una guelta de aguas esmeraldas; una vez traspasada la imponente barrera del filón de hierro, a flor de tierra, de Gara Yebilet, nombre que se mezclaba, en los análisis estratégico-económicos del problema del Sahara, con el de Bu Craa, otro inmenso yacimiento, en este caso de fosfatos y mucho más próximo al mar.

Antes, en la Semana Santa de 1973, ya había participado en una alocada expedición hacia el sur marroquí, con aquellos compañeros de trabajo y otros de mi etapa colegial madrileña, recorriendo vertiginosamente ruinas, mezquitas y murallas hasta las pobres -¡pero tan emotivas!- ruinas de la caravanera Siyilmassa y las primeras formaciones dunares en el valle del Sis; más la no menos emocionante cadencia de interrupciones y controles a través del Gran Atlas, en el que persistía una guerrilla anti-Hassán alimentada por el siempre perturbador Gadafi.

El destino y el sufrimiento de los saharauis me alteraron profundamente, dedicando una decena de viajes y muchos más artículos a su causa y apoyo. Y guardo como un tesoro mi polémica con Juan Goytisolo, defensor a ultranza de la posición marroquí en ese conflicto, a finales de 1978, con el intercambio de diez o doce artículos a caraperro (controversia que, amistosamente, quise recordarle a este meritorio autor cuando fue galardonado con el Premio Cervantes el pasado año, buscando su sonrisa, sin éxito).

Con la experiencia del desierto, politizada intensamente con motivo de la injusticia cometida por España, principalmente, con este pueblo, no me costó trabajo ampliar mi interés por el mundo árabe en su globalidad, y por eso aproveché ciertos encuentros con gente de parecidas preocupaciones para editar el boletín Actualidad Árabe (1985-88) de información política y económica. Fue el momento de visitar, siempre invitado por las embajadas o los ministerios árabes, otros países y otros desiertos, como Túnez (mientras Estados Unidos bombardeaba Trípoli, a un paso de la isla de Yerba, donde me alojaba), Argelia (en la cada vez más dramática transición tras la muerte de Bumedián), Irak (durante la guerra con Irán) y, sobre todo, Siria, modelo de estado laico aunque al modo árabe, es decir, dirigido por un líder y un clan, los Al-Assad, que la controlaban férreamente. A Siria me invitó la embajada en Madrid, en un primer viaje (1986) pero luego, tres años después, tuve la oportunidad de formar parte de una misión de Naciones Unidas para estudiar su costa, en el ámbito del Plan de Acción del Mediterráneo, y regresé en otras dos ocasiones, ampliando e intensificando mi experiencia en la histórica Esh-Sham.

No me olvido de que, aprovechando una feliz oportunidad, en septiembre de 1981 viví una semana de festejos en Libia, con repetidos encuentros con Gadafi (que quería desquitarse de la humillación que le infligió la Sexta Flota norteamericana, derribándole un avión sobre el golfo de Sirte). Ni de que, en una de mis numerosas estancias en Argel, pude asistir a la primera cumbre del llamado Frente de Rechazo a los acuerdos de Camp David, que supusieron el establecimiento de relaciones diplomáticas con Israel de Egipto, primero, y luego Jordania. Así, en febrero de 1978, presencié la reunión, en torno al hierático Bumedián, de Sadam Hussein, de imponente presencia, el inquietante Al-Assad (padre del actual presidente sirio), el sonriente -pese a todo- Arafat y el siempre excéntrico Gadafi.

Recapitulo subrayando que el empeoramiento en todos los sentidos de la situación del mundo árabe desde que inicié mi conocimiento personal de estas regiones y sus regímenes políticos lleva la marca opresiva e insistente de Occidente. Y, sin remontarnos a las Cruzadas, fue hace justamente cien años, en 1916 y durante la Primera Guerra Mundial, cuando se inició la cadena sin fin de agresiones y traiciones consiguiendo, arteramente, que los árabes del Próximo Oriente se levantaran contra los turcos facilitando -según algunos, decisivamente- que Francia y el Reino Unido se centraran en el frente occidental, alcanzando la victoria final con el refuerzo norteamericano.