La revisión del mundo clásico tiene el sabor de las grandes gestas hercúleas. Paralelos a su extinción como disciplina troncal del bachillerato, los estudios clásicos han sido relegados al esoterismo para unos pocos iniciados, a la manera de aquellos pitagóricos que conocieran los secretos de la geometría. Ahora, cuando efectivamente comprobamos que el latín y el griego se convierten en lenguas muertas, unos pocos entusiastas nos los rescatan. La Antigüedad está de moda. Las redes sociales y ciertas manifestaciones culturales nos muestran extintos lujos, nos hacen mirar como a través de una cerradura a un pasado que somos capaces de recrear virtualmente.

Las excavaciones de Pompeya y Herculano rescatan restos arqueológicos a la par que se destruyen por las inclemencias del tiempo, el vandalismo de los cafres y la carencia de presupuesto. Pero estos agujeros de gusano que nos trasladan veinte siglos atrás, enriquecen las ciudades que optan por un turismo cultural. La feliz apuesta de Cartagena y la penosa realidad de Murcia, cuyo esplendoroso pasado musulmán permanece sepultado como en la plaza de Romea, abandonado como Monteagudo u oculto por decisión judicial como el arrabal de San Esteban, cuando no directamente destruido, unas veces para construir balsas de riego, otras para diseñar grandes vías que atraviesan el centro urbano flanqueadas por horrorosas muestras del desarrollismo tardo-franquista, no menos horripilante que el proto-demócrata que vino después.

Las fotos de la Murcia del XIX y principios del XX se encargan de recordarnos que hubo un tiempo en el que esta pequeña ciudad de provincias tuvo su encanto y sus rincones que la hacían reconocible para el emigrante que volvía y agradable al viajero que en ella hacía posta. Sin grandes obras que hubieran trascendido allende sus límites, Murcia tenía sus singularidades: un imafronte tan extremadamente barroco que no raya en lo folklórico porque lo sublima; un escultor que inauguró un estilo en la imaginería, lejos del tremendismo castellano y de lo etnográfico andaluz, fruto de un cruce napolitano tal que un esqueje; alguna muestra de modernismo que aún se aprecia en ciertos templetes y tejados que coronan retales de un tiempo anterior a que la arquitectura se rindiera al mal gusto y que las insulae devoraran el paisaje urbano. Los baños árabes, junto con algunas muestras palaciegas y los jardines y parques románticos de la ciudad, sucumbieron a la especulación, la pacatería provinciana y a ciertos conceptos de jardinería, por llamarlos de alguna manera. La fresca umbría que tanto se agradece en la canícula murciana, dejó sitio a la solana y a no sé qué de huerto que tiene tanto de árabe como el sombrero borsalino que usara mi abuelo y que remedo en lo que puedo.

Ya sé que nuestro pasado musulmán no vende lo que uno romano, a pesar de que para tópicos también se voceara aquél Murcia tres culturas, tan falso como el quejío de mi guitarra, que lo hace más como el gato que hace fu cuando ve que me acerco a levantarlo de mi asiento.

Como una balanza que nunca tuviera el fiel en equilibrio, el declive de Murcia se alterna con el esplendor de la antigua Mastia. Nuestra Cartago Nova abre un agujero en el tiempo, como una nueva Pompeya o la aristocrática Herculano. Cuando tan de moda se muestran los viajes en el tiempo, aquellos restos fosilizados del mundo clásico afloran a la luz merced al esfuerzo impagable de unos cuantos soñadores.

Cierto que idealizamos un mundo ya perdido en la exquisitez que atisbamos detrás de cada restauración. Un lujo que estaba al alcance de unos pocos, tal como hoy, que se dedicaban a la política o a lucrativos negocios a la sombra de ésta, y en eso nos muestran que el mundo cambia, pero sus habitantes no. El legado que nos transmitieron no es tanto el material ni los oficios y manufacturas, tan lejanos que el recuerdo de algunas habilidades pasa hoy por muestra de erudición. Nos transmiten también una forma de ver el mundo, una parsimonia que nos resulta morosamente apetecible. Los epicúreos que habitaban la villa de los papiros en Herculano, de la escuela de Lucrecio, tenían aquella manera de sentir transcurrir la vida levemente, como quien se baña en un remanso del río en el que resulta casi imperceptible la corriente. Como si uno pudiera observar el crecimiento vegetal, o la floración de un cactus que anualmente repite ese pequeño milagro que engalana a un ser espinoso y árido.

Hoy, aquella visión, como su propio idioma, es definitivamente una lengua muerta y un pasado remoto. Sólo al alcance de unos pocos curiosos. En nuestro país, es un mundo sostenido por ancianos atlantes como Rodríguez Adrados, que de tanto sujetar aquel orbe sobre su cabeza, ahora lo tiene dentro de ella, como si la misma Atenea hubiera vuelto a la de su padre Zeus.

De falsedades andamos sobrados, como aquellos césares que se hacían llamar divinos y que en sonadas apoteosis se proclamaban sucesores del divino Julio, tan mortal que, por si acaso, cosieron con veintitrés puñaladas, una por cada uno de sus asesinos en nombre de la República. Natural que se muriera, como todos sus iguales, sin emplear el cianuro o la cicuta. Nuestros gobernantes contemporáneos no son tan gloriosos como el más vulgar de aquellos pues el politeísmo admite dioses de todos los colores, orígenes y cultos. Éstos, hijos del monoteísmo, devienen cada vez más monótonos de tanto repetir la misma salmodia, sus ínfulas monocordes acabarán un día, cuando, sin apenas percatarnos, desaparezca el lexema, dejándolos tan desnudos como el prefijo.

En una restaurada domus pompeyana puede verse crecer el acanto. Sus hojas coronaban los capiteles corintios, empero el laurel jamás se empleará en coronar las cabezas de nuestros césares.