La editorial Taurus acaba de publicar en Madrid el libro del poeta Luis García Montero (Granada, 1958), titulado Un lector llamado Federico García Lorca, en el que demuestra con multitud de documentos que el autor de Poeta en Nueva York era, por más que pueda sorprendernos, un lector empedernido, aunque desde bien pronto se le atribuyó la condición de poeta intuitivo y poco culto. Su amigo de la juventud, el gran hispanista José Fernández Montesinos, cuando, en Leipzig en 1924, prepara la primera antología de los poetas de la generación el 27, afirmó y dejó sentado en el hispanismo universal una conclusión que, hoy, ochenta años después de la muerte del poeta, García Montero se ha encargado de desmentir cuidadosamente: «Es entre los poetas contemporáneos, ciertamente, el que menos libros leyó, y esta falta de educación literaria se hace sentir en sus poemas; irregularidades estilísticas y actos arbitrarios emergen por todas partes. Pero ¡qué significa esto en relación con las sorpresas que trae su poesía!», escribió Montesinos.

Lo cierto es que desde muy joven fue un gran lector, y lo prueba la relación de libros de sus bibliotecas domésticas de Granada y de Madrid y las numerosas citas y referencias a autores que aparecen en sus escritos en prosa, en sus cartas y en las entrevistas periodísticas que concedió a lo largo de su vida. Desde Víctor Hugo a Ibsen, Maeterlinck o Juan Ramón Jiménez en su escritos pueden hallarse reflexiones procedentes de Goethe, Balzac, Larra, Ruskin, Dostoyevski, Turguenev, Rubén Darío, Amado Nervo, Paul Verlaine o Francis Jammes, T. S Eliot o Walt Whitman, Tagore o Azorín, sin olvidar los clásicos del Siglo de Oro, desde San Juan de la Cruz a Góngora, Calderón y, sobre todo, Lope de Vega y más aún Shakespeare.

García Lorca, sin embargo, fue mal estudiante, no acabó nunca Filosofía y Letras y tardó mucho en terminar Derecho, pero ser mal estudiante nada tiene que ver con la intensa cultura que nutría su vida intelectual, adquirida por su indudable condición de lector voraz, que él mismo reconocía ser en sus cartas a familiares y amigos. Su propia formación en el seno de una culta familia (su madre, la maestra Vicenta Lorca, leía a los campesinos en las noches del verano el drama de Victor Hugo Hernani, que el niño García Lorca escuchaba con asombro), la complicidad intelectual con su hermano Francisco, estudiante aplicado y ejemplar con el que compartió numerosos libros, forjó en Federico una formación de una solidez intelectual extraordinaria, como no podía ser de otro modo en el poeta y dramaturgo excepcional que llegaría a ser.

Su amigo de los años de la Residencia de Estudiantes Pepín Bello afirma que lo había leído todo y lo recuerda en la biblioteca de la propia Residencia leyendo los enormes volúmenes que contenían las obras completas de Lope de Vega y de Calderón de la Barca. Como señala García Montero, «el abundante culturalismo de sus primeros textos tiene por tanto el respaldo de una biblioteca en la que abundan libros religiosos, mitológicos, filosóficos, de historia cultual y de literatura contemporánea. Federico y Francisco García Lorca firman como propietarios, dibujan, subrayan y hacen anotaciones en ejemplares» de números autores clásicos y contemporáneos.

Su llegada a Madrid supuso la integración plena en el mundo intelectual no solo de sus compañeros de generación sino también de los inmediatos maestros, desde Ramón Gómez de la Serna, Ortega y Gasset, Unamuno o Antonio Machado al ya citado Juan Ramón, con el que comparte las raíces andaluzas tanto las cultas como las populares. Indudablemente un espacio fundamental en el mundo cultural de García Lorca lo constituye todo lo relacionado con la lírica tradicional, en cuya investigación colabora con Menéndez Pidal; y con Manuel de Falla, como desvela muy bien García Montero en el capítulo que cierra este libro, desarrolló investigaciones sobre música y poesía popular de una categoría altísima.

Muy interesante es la indagación que García Montero hace, a lo largo de las páginas del volumen, de la propia identidad de Federico García Lorca en sus más íntimas aspiraciones, en su lucha entre la carne y el espíritu y en el propio descubrimiento de sí mismo a lo largo de la adolescencia y la juventud: «La posibilidad de objetivar sus contradicciones íntimas, apoyándose en nombres y tradiciones de prestigio indudable, significaba una puerta de salida para las humillaciones», afirma García Montero. Sin duda su amplísima cultura le permitió abordar, en tiempos muy difíciles, aspectos de su identidad personal que lo confirmaron como el gran intelectual que García Lorca llevó siempre en su interior.