Aseguraba Churchill, aquel político inglés chaquetero que en dos ocasiones cambió de partido político antes de convertirse en un líder extraordinario en la Segunda Guerra Mundial, que si se quiere mantener la cordialidad en una mesa, entones no hable en público de política, de sexo ni tampoco de religión. En España, la cita podría bastar con dialogar sobre política. Uno opina y se mancha: o le jalean o le acribillan. Sin atender a matices, la réplica siempre es maniquea. Nos inclinamos al estigma fácil; nos sentimos más cómodos diferenciando y etiquetando, porque en la trinchera nos encontramos más seguros. Además, el exabrupto se suele imponer a la mesura, tal vez porque este sea un país que se cabrea mejor que reflexiona. El resultado es un debate pobre, sin apenas intercambios de ideas: una conversación vacía en la que nadie aprende de nadie. Esta escasa madurez para afrontar el debate político nos convierte en un país más irracional consigo mismo, menos autocrítico. Más vulnerable. Y también más peligroso.