E catalán es un ser que se ha pasado la vida siendo un español cien por cien y al que le han dicho que tenía que ser otra cosa». Estas palabras son del gran Josep Pla y datan de finales de los setenta del pasado siglo, ya en democracia. Desde entonces, el crecimiento de las opciones catalanistas ha ido en aumento, hasta alcanzar la deriva independentista actual. Han sido escasas las propuestas ideológicas que se han atrevido a recoger las sabias ideas del payés universal, tantas veces por cálculos políticos interesados -para lograr gobiernos estables en Madrid- y otras por falta de libertad para defenderlas en un contexto mediático y ciudadano asfixiante, en el que resulta heroico ir contra lo políticamente establecido.

Con todo, por activa y sobre todo por pasiva, continúan sucediéndose episodios que insisten en la irresponsable quimera de la independencia, con indisimulado desafío al marco institucional y jurídico interno y comunitario. Quienes así actúan, apelan al mandato del Parlamento catalán y al principio democrático, algo muy socorrido cuando se pretenden unas cosas y se tratan de evitar otras, piénsese por ejemplo en lo que sostienen los propios grupos catalanes en las Cortes sobre la investidura del candidato que ha ganado dos veces las elecciones con notoria distancia frente a los demás partidos. Tampoco el Parlamento de Cataluña ha impuesto nada en tal sentido, entre otras poderosas razones porque carece de capacidad para ello.

Sea como fuere, incluso desde la propia óptica independentista, constituye un solemne dislate proseguir con esta lamentable ocurrencia. De lograrse la ansiada mayoría favorable de la mitad más uno, ya sea en un hipotético referendum agitado por los medios subvencionados o en la mayoría parlamentaria, un futuro Estado catalán contaría con la otra mitad de su población en contra, un entorno social compuesto por millones de disidentes que ni cooperaría con las nuevas autoridades ni acataría sus leyes. Un nuevo Estado fallido en toda regla. En Kosovo, ejemplo al que tanto se recurre, fue el asentimiento del Parlamento - de sus 109 diputados- el que promovió su declaración unilateral de independencia. Más del noventa por ciento de su población, no el cincuenta. Todos los kosovares, nunca la mitad, algo completamente lógico desde la perspectiva de la gobernabilidad del territorio.

No ha nacido jamás un país contra la mitad del otro. Ni por otro motivo democrático que no fuera la práctica unanimidad o voluntad absoluta de sus ciudadanos. Los procesos de independencia desarrollados incluso en el ámbito de la descolonización han contado también con ese generoso margen de aceptación por los nuevos súbditos.

Eso no sucede en modo alguno en Cataluña, motivo por el cual procede poner coto a los enredos que buscan insistir en este colosal disparate, aplicando la ley con rigor y por puro sentido común. El daño ya ocasionado al fracturar una sociedad puede ser un mal menor ante la aventura suicida de un nuevo Estado dividido y fuera de Europa y de la razón más elemental. A tiempo estamos de impedirlo, reforzando al mismo tiempo los lazos con una tierra, como la catalana, repleta de gentes sensatas y laboriosas, que son un orgullo para todo el país. Una entrañable sociedad que, sin duda, no se merece la paupérrima calidad de representantes que ha debido soportar desde el advenimiento de la democracia y que les está conduciendo al borde del precipicio absurdamente.