Ya van dos veranos de paraíso perdido en el Mar Menor. El año pasado el agua todavía conservaba ese encaje transparente de punto de cadeneta que los reflejos del sol proyectaban en el fondo, aunque en la superficie flotaban ya partículas de color pardo que anticipaban el peligro. Ahora me arrepiento de haberme dejado intimidar tan pronto por lo que debían ser las primeras señales del desastre que se avecinaba y de marcharme al Mediterráneo, sin intuir que no volvería a disfrutar de la placidez de flotar en el agua tibia y salada que desafía a la gravedad mientras se escucha ese chapoteo de olas de bañera doméstica que te sigue como una sombra dócil. Si es cierto que las aguas del Mar Menor tienen efectos terapéuticos, la cadencia pausada que las acompaña ejerce una fuerza tan poderosa que acaba imponiendo su ritmo narcótico al cuerpo y a la mente. El Gobierno dice que no hay nada que temer, pero es difícil ignorar el caldo oscuro que enturbia la vista. Sabe que el estropicio del Mar Menor ya le ha hecho entrar en la historia.