No sé cuántos murcianos conocerán a José Ramón Recalde, recientemente fallecido, pero Pedro Guerrero y yo sí, ya que este abogado formó parte de la primera generación de antinucleares, concretamente apoyando la oposición al proyecto de Punta Mendata (Deva, Guipúzcoa). Su muerte, a los 85 años, tras haber sufrido un atentado de ETA en septiembre de 2000, del que salió con vida (el proyectil le atravesó la cara y la boca, lo que pronto pudo superar) me da la oportunidad de recordarlo y homenajearlo, al tiempo que aludo al rastro de sangre que acabó dejando tras de sí la organización terrorista en relación con el problema nuclear.

Primero recordaré cómo supe de la existencia de este discreto profesor de Derecho que -como poco a poco fui sabiendo, pardillo de mí, envuelto en activas clandestinidades que tanto tardé en identificar- había sido uno de los fundadores del Frente de Liberación Popular (el conocido como FELIPE), lo que le acarreó la cárcel (1962-63) y los rigores de un franquismo a la defensiva. Fue en mi 'reconocimiento' del litoral vasco-nuclear, a principios de junio de 1974, aprovechando mis estancias profesionales cuando trabajaba en el proyecto de Lemóniz: el propio alcalde de Deva, Joaquín Aperribay, me habló de Recalde, al que ya había pedido ayuda jurídica (mientras se me mostraba dolorido por algo así como la 'traición' de Iberduero proyectando una central nuclear en su municipio: «¡Una empresa que es de casa!», me dijo). Cuando invité a Aperribay a la reunión general antinuclear que se celebraría poco después en Benidorm, con Mario Gaviria de anfitrión, éste envió a Recalde. Así que nos conocimos en la reunión-asamblea de la extinta AEORMA del 14 y 15 de junio de 1974, cita de políticos, sindicalistas, abogados y protoecologistas de la que salió la gran ofensiva antinuclear extendida por toda España. Pedro Guerrero y yo, enfrascados ya en la guerra de Cabo Cope, acudimos acompañados de dos empresarios lorquinos de la construcción, tan cordiales como despistados. Pocos días después, Recalde me citó en Madrid para «hablar en serio» del proyecto de Deva (le había impresionado desfavorablemente alguna opinión frívola y necesitaba que su argumentación jurídica llevara el armazón técnico adecuado); no obstante, y pese a que el proyecto evolucionaba velozmente, aunque sin autorización y con enemigos de la envergadura de la propia Diputación Foral de Guipúzcoa, yo mismo le comuniqué pocos meses después -informado por mis contactos en la empresa- que Iberduero abandonaba ese proyecto y «lo trasladaba» a Sayago, en la Zamora más depauperada.

Ya en democracia, Recalde ocupó varios cargos en aquel Gobierno Vasco que reunió a socialistas y nacionalistas del PNV, incluyendo el de consejero de Educación y Universidades y, después, de Justicia. Tendría relación con esta última etapa el que ETA lo considerara enemigo a batir, precisamente a quien había sido antes objetivo a perseguir por la dictadura. Guardo entre mis papeles la copia de mi telegrama de alegría y ánimo (16-09-2000) tras el atentado del que escapó con vida.

Ya entonces reflexioné sobre la ambigüedad y locura de ETA que, habiendo desarrollado una campaña feroz contra la central nuclear de Lemóniz, casi construida, alentando todos los movimientos antinucleares (si bien, con especial sesgo por los nacionalistas), atentaba por segunda vez contra una figura con cierta connotación antinuclear. Antes lo había hecho contra José María Portell, redactor jefe del diario La Gaceta del Norte, cuyas crónicas críticas me hicieron pensar a mí, confiado ingeniero admirador de la atractiva tecnología nuclear, asesinándolo en junio de 1978; al cordial y preocupado Portell lo conocimos en un memorable enfrentamiento con Iberduero en el Monte Igueldo, el 31 de agosto de 1974. Por supuesto que ni Recalde ni Portell se convirtieron en objetivos de ETA por sus posiciones antinucleares, pero contribuyeron a confirmarme que la separación que marqué con ETA y sus abundantes y ruidosos círculos, fue acertada.

El historial de sangre de la espantosa saga nuclear vasca se inicia cuando uno de los militantes de ETA, José David Álvarez, quiso asaltar la central de Lemóniz y fue muerto por disparos de la Guardia Civil (diciembre de 1977); sigue con la muerte de dos trabajadores, Alberto Negro y Andrés Guerra, de resultas del estallido de una bomba en el interior de la central en marzo del año siguiente; tras la muerte de Portell se produce la de Gladys del Estal, ecologista que se manifestaba en Tudela contra Iberduero y sus proyectos, a la que alcanzó un disparo de la Guardia Civil (junio de 1979); pocos días después otra bomba en las instalaciones nucleares produjo la muerte del trabajador Ángel Baños; en Tudela murió el etarra José Ricardo Barros al estallarle un artefacto que iba a colocar en una subestación eléctrica (enero de 1981): ese mismo día fue secuestrado José María Ryan, ingeniero de la central (al que yo había conocido en el proyecto); más adelante, debido a la explosión fortuita de una bomba destinada a la misma empresa, murió el etarra Mario Álvarez, hermano de José David (marzo de 1982); y finalmente, ETA asesinó a Ángel Pascual Múgica, director del proyecto, tras secuestrarlo y amenazar con matarlo si no se demolía la central (mayo de 1982).

Diez víctimas, diez muertes, diez crímenes, todos ellos relacionados con esa locura nuclear. Los antinucleares asistíamos pasmados ante esa espiral de violencia, claramente coreada por una fracción significativa de la opinión pública vasca, que incluía a numerosas organizaciones ecologistas por aquello -en definitiva- de que el fin justifica los medios. Un axioma que la mayoría de los antinucleares rechazábamos. Cuento todo esto para lamentar la desaparición de José Ramón Recalde, paradigma de intelectual y vasco templado y de izquierdas, que salvó la vida cuando fueron a arrebatársela y que deja un recuerdo espléndido, hecho de fidelidad a ideales democráticos, socialistas y humanistas (lo que en su día lo llevó a ser antinuclear).