Estoy en el pueblo, es la una de la madrugada y en la cadena que ofrece los Juegos anuncian el Corea del Sur-Islas Fiji de fútbol masculino. Aunque la tentación es enorme, todo no se puede tener. Y eso que cinco días en el interior de este páramo dan como una quincena completa en Benidorm, con la diferencia de que cuando te tienes que ir del bullicio festivalero es cuando de verdad aquello acaba de empezar. Los tiempos tan dispares, las necesidades tan distanciadas que siempre han existido entre lo rural y lo urbano. En el fondo, otra manifestación más de las dos Españas sin la que no nos encontramos. Dirá alguien: «No exagere, ahí está el ejemplo reciente de Inglaterra». Ya, pero por eso tampoco vamos a tirar cohetes. La primera vez que apareció por este pueblo un urbanita y a mucha honra como yo fue cuando una hornada de socialistas respingones apoyados en el entusiasmo de profesionales progresistas de todas las ramas se puso a diseñar la España moderna. Hoy, en este pueblo perdido de cien habitantes hay un güifi que funciona con el culo, del mismo modo que lo hace una parte nada desdeñable del diseño que se implantó. Después de tanto pelear, no puede ser que con Franco cualquier criaturita pudiera ponerse enferma donde fuese porque en todos los sitios iban a cubrirla y que ahora con la cartilla, aunque lo que tengas sea leve, se termine de los nervios por lo que puede costar que te extiendan una receta. Y como ésta, cien mil. Algo no hemos hecho bien. Además de responder a las consignas de Europa, que también tiene lo suyo, anda pendiente eso que atañe a nuestra propia identidad y que cada día que pasa se halla en mayor ebullición. Si sobre la base de lo que la inmensa mayoría cree que supuso un avance decisivo no se produce una revisión a conciencia y se zurce con tino y delicadeza, esto puede deshilacharse. Urge dentro de las urgencias. Pero como dijo hace nada el galán, «hemos dado el primer paso de una larga caminata». Job, por favor, recógenos en tu seno.