El calor del verano es un mal asunto, sobre todo si se busca negociar. El calor asfixiante, la humedad en la costa, la lentitud de los días que parecen alargarse hasta el infinito, el tenso otoño que se avecina€ Nada de lo que sucede a primera vista parece real. O mejor dicho, sí que lo es, pero sólo de forma velada, encubierta, sesgada. Rajoy avanza a tientas, entre su parsimonia habitual y el frontón de Sánchez. La estrategia de Sánchez consiste en un ejercicio de banalidad asombrosa que se resume en negarse a todo sin paliativos. En lugar de asumir su fracaso electoral, refrendado en las dos últimas elecciones, intenta rehuir el territorio real de la política parlamentaria, que pasa por la búsqueda de consensos. Al decir no, Sánchez juega a la contradicción. Por un lado, no desea unas terceras generales, ya que es consciente de la debilidad de un PSOE que necesita tiempo para rearmar su discurso. Por el otro, cree que cualquier tipo de apoyo al PP „aunque sea por la vía de la abstención„ resultaría suicida para su partido, a pesar de que cuenta con algunas bazas importantes para hacer valer sus votos. Podría exigir la cabeza de Rajoy y tal vez lo consiguiera. Podría negociar una nueva reforma del mercado laboral que fuera menos lesiva para los intereses de los trabajadores. Podría exigir unos presupuestos ligeramente más sociales, con incrementos en becas, sanidad, educación e I+D y reclamar un IVA cultural reducido. Y podría sobre todo, junto con C´s, plantear la necesidad ineludible de llegar a una serie de pactos de Estado, ya improrrogables: la financiación de las pensiones públicas y el problema de la estructura territorial, la reforma de la ley electoral y la mejora del sistema educativo, la modernización de las instituciones y de las administraciones públicas. Sin mayorías amplias ni una clara transversalidad, ninguna de estas políticas se podrá llevar a cabo.

Sánchez se enroca en el no a todo, renunciando a la política. Y Rajoy se enquista en el sí, a pesar de que su tiempo ya ha pasado. Es cierto que ganó las elecciones de junio con un margen bastante amplio, aunque no suficiente. La sombra del pasado se cierne sobre él y sobre el partido que creció con y junto a Aznar, asentando el desprestigio de la política española. Las victorias electorales „especialmente si han sido muy ajustadas„ no justifican la parálisis generacional. Los rostros cambian, no siempre a mejor pero cambian. Son leyes ineludibles.

Resulta difícil pensar que el enroque pueda prolongarse mucho más allá de septiembre, una vez pasado el verano. Sin embargo, a lo que debemos temer es a la configuración de un gobierno sin contenido ni programa, preso de la debilidad parlamentaria. Un gabinete carente de capacidad real de gobierno y de decisión, condenado a funcionar de forma burocrática, sin apenas iniciativa. No es, desde luego, lo que requiere un país agotado y tenso. Y, al final, se impone la política y su ausencia, es decir, la falta de un relato que cohesione a nivel social una democracia, la española, inmersa en el pesimismo. «Para amar a la democracia, debemos amarla moderadamente», escribió hace ya unas décadas el gran politólogo francés Pierre Manent. Pero debemos amar más que nada su capacidad de generar esperanzas plausibles y compartidas, una esperanza en común que se dirija hacia el futuro. Lo contrario, esto es, dejarse llevar por una debilidad meramente ejecutiva, desesperanzada, conduce a una deshidratación moral mucho más grave: la de un cinismo falto de responsabilidad que presagia un gran fracaso colectivo.