Sí, ya se lo que están pensando. ¿Qué tipo de depravado soñaría con Hillary Clinton? Bueno, supongo que un profesor de Derecho Constitucional. También podría haber usted soñado con Adriana Lima, me dirán muchos. No lo niego. Demostraría un gusto mucho más sensato y moderado. Pero, en ocasiones, la vida depara extrañas situaciones y yo es que me había dormido viendo en la tele la convención demócrata en la que ungieron a la otrora primera dama de los EEUU como (Dios lo quiera) futura primer presidente mujer de los mismos.

Todo tiene explicación, pues. No es que sea un peligroso gerontófilo, sino que me pasé las dos últimas horas del día escuchando loas a la antigua secretario de Estado y, claro, me dormí con ella en la cabeza. Mi sueño fue, además, muy para todos los públicos. Hillary me llevaba a una reunión, por aquí, por allá, me enseñaba un lugar, otro. Como si fuera el Discovery Channel. Inocente por completo.

Y ahora, aprovechando que San José era carpintero, hablemos de ebanistería. O sea, de las próximas elecciones estadounidenses y de las diez velas que llevo ya puestas a San Judas Tadeo para que los gringos tengan más sentido común que el que, tristemente, cada vez más ínclitos les atribuyen. O sea, Hillary no es Lincoln. Ni Kennedy. Ni siquiera Obama. Por otra parte, ni ellos mismos fueron lo que la leyenda ha dicho de los dos primeros y pronto dirá del tercero. Pero es que al otro lado tenemos a la pandilla basura: al candidato del pelo psicotrópico, a su mujer de plástico, a su vicepresidente salido del siglo XVII y a sus seguidores hijos de una pesadilla de Poe.

Hillary tiene la sonrisa congelada, el traje merkelizado, el marido (que sigue siendo un orador sensacional y que tiene millones de veces el carisma de cualquier político en activo) en el frigorífico, no sea que se tire a la primera que pase por la puerta, y el correo intervenido por los rusos, pero, demonios, es una persona normal. Al menos, una persona como aquellas a las que estamos acostumbrados en política. Esto es, ambiciosa, dispuesta a vender su alma por el sillón y a apuñalar a su madre por conseguir el poder, pero normal, al fin y al cabo. Nada fuera de lo ordinario. Frente a ella hay un tipo que en los noventa aparecía en El príncipe de Bel-Air y conseguía ser él el mayor chiste.

Yo de mayor querría ser como Trump. No lo niego. O como Berlusconi. O, ya puestos, como Vladimir Vladimirovich Putin (que el nombre así entero acojona más). Me gustaría ser un tipo con mil años, millonario, que se lo pasa todo por el arco del triunfo (especialmente a los jueces, a la separación de poderes y, ya puestos, a la democracia) y que, respectivamente, en sus ratos libres, organiza sus propios casinos con sus propias furcias (sí, como Bender, el de Futurama), monta fiestas privadas en su Villa Certosa, o se va a cenar con los espías, los periodistas y el polonio (y no me refiero al padre de Ofelia). Pero después me despierto y me doy cuenta que mejor no, que mejor lo dejo para otro día. Que la democracia es un desastre pero que no tenemos nada mejor. Que lo de la tolerancia y el pluralismo a veces es frustrante (a cuántos no querríamos aplicarles una buena doctrina Chuck Norris de galletas preventivas) pero nos permite vivir en paz sin matarnos. Y que los últimos trescientos años de liberalismo y sentido común más vale no tirarlos en el cubo de la Historia, si no queremos que acto seguida ella nos tire a nosotros.

Así que Hillary for president. Además, y por el mismo precio, su enconada batalla con Bernie Sanders la ha obligado a ser bastante más de izquierdas de lo que por naturaleza e ideología le gustaría ser. Oír en un proceso electoral estadounidense ideas abiertamente progresistas (inmigración, salario mínimo, derechos reproductivos, etc.) es, cuando menos, interesante. Más aún cuando desde el otro partido se plantean políticas que no son ya conservadoras, sino retrógradas. De aquí a noviembre se debatirá, por ejemplo, entre deportar a doce millones de indocumentados o darles papeles. Eso sí que son contrastes ideológicos y no los que por otros lares bastante más cercanos se utilizan como excusa para no pactar ni la lista de la compra. En cualquier caso, no nos pongamos dramáticos. Aún y si el Donald ganara, tampoco va a ser el fin del mundo (ahora es cuando hacemos una elipsis narrativa, levantamos la vista del papel habiendo pasado unos años y lo descubrimos todo en llamas a nuestro alrededor). Repasemos un poco la lista de presidentes americanos. Por ejemplo, Polk, un señor que les quitó la mitad del país a los mejicanos y que llevaba el destino dibujado en la mirada. McKinley, que nos robó Cuba, Puerto Rico y las Filipinas a los españoles y que confesaba que tomaba sus decisiones tras dialogar con Dios en los pasillos de la Casa Blanca. Nixon, del que sobra todo comentario sobre su aplanamiento del sureste asiático vía napalm y que se refería a su política exterior como la teoría del loco Nixon. Tipos peligrosos los ha habido de toda clase y condición en la magistratura más importante del país más poderoso del mundo. Uno más? Lo que da miedo de verdad no es Trump. Son sus votantes. Yo, la verdad, a él no me lo creo.

Pienso sinceramente que está fingiendo y que todas las animaladas que dice las dice porque sabe que llaman la atención y porque conoce (y esto es en verdad lo desasosegante) que tienen su público y gustan. He ahí el drama: que cada vez hay más gente, y no sólo en los EEUU, que quiere darle caña al mono y mandarlo todo a la puñeta. Frente a ellos tenemos a Hillary. Bueno, no nos quejemos. Podría ser peor. Aquí tenemos a Mariano.