Por lo que dicen las encuestas, el Brexit ha sido impulsado por una gran coalición de paletos de pueblo con nostalgias del imperio, junto con supuestos o reales damnificados por la globalización con el sentimiento siempre presente de haber sido expulsados por las bravas de una especie de festín universal en que todo el mundo disfruta de las riquezas excepto ellos, además de un amplio grupo de ciudadanos atemorizados por ver sus calles invadidas por gentes de acento extranjero y jerga incomprensible y finalmente un grupo pequeño pero muy influyente de políticos oportunistas que vio en el referéndum una ocasión inmejorable para escalar peldaños en su propia conquista del poder.

Y cuando empiezan a hacerse realidad las peores consecuencias con las que amenazaban esos despreciados expertos, a los que se puso sorprendentemente en la picota durante la campaña, nadie se baja del burro porque antes de reconocer un error, la gente se cortaría las venas. Sin embargo, entre tantas consecuencias negativas, las peores tienen que ver sin duda con la propia desagregación del territorio de la mal llamada Gran Bretaña.

Y es que los nacionalistas escoceses, como buenos nacionalistas que son, no perderán la más mínima oportunidad para avanzar en su agenda secesionista. Porque, como diría el escorpión de la fábula, esa es su naturaleza. A ello se unirá otro probable desgajamiento en el caso de Irlanda del Norte, terrible por lo que supone de regresión a tiempos pasados de enfrentamiento y violencia entre unionistas y republicanos, católicos y protestantes. Y es que cuando se abre la caja de pandora de los referéndum, las fuerzas desatadas de la división se llevan por delante cualquier atisbo de tolerancia y sentido común.

Así que los nostálgicos del imperio se van a encontrar probablemente con una versión liliputiense de su propia añorada grandeza. Y eso sin contar que la relación entre Gales e Inglaterra sin duda se agriará cuando se queden a solas con su propia pequeñez. Porque de los restos del naufragio, lo único que quedará de la Gran Bretaña del pasado será la enorme y vibrante cosmópolis londinense. Afortunadamente serán los financieros de la City, auténticos artífices de la grandeza británica de las últimas décadas, los que buscarán la forma de acomodar sus intereses con los europeos por la puerta trasera a costa de esa gran coalición de perdedores que tan felices se sienten de haber ganado este referéndum