Pienso de un modo habitual en la muerte. Lo hago para no olvidar que no somos más que un guiñapo bañado en oro -como el becerro del desierto- y, además, para recordarme que algún día habrá que admitir que seré un viejo y, así, abrazar a la huesuda antes de que todo sea olvido y decrepitud. Algunos lograron convertirlo en poesía. A Jeff Buckley se lo llevaron las aguas del río Mississippi. Cuentan que la corriente se lo tragó vestido, y que él, de algún modo, se dejó llevar tras dejar el magnífico Grace como genial epitafio. Ocurrió -y esta vez es una certeza- en el hogar de Sylvia Plath. La poeta protegió a sus hijos del gas del horno donde se recostó para olvidar que era mujer y convertirse en mito. Y Alfonsina -¡cómo lo canta Calamaro!-, que se perdió en el mar, que se fue «con su soledad» y su locura. Sí, hay que pensar en la muerte. Y no por aquello de que «la vida son dos días» y hay que aprovecharlos, sino más bien por lo que dejó escrito Gil de Biedma. Acaso no hay verdad más bella: «Envejecer, morir,/ es el único argumento de la obra».