Parece ser que a esos pijos hijos de papá de Greepeace, burguesitos de buena familia que se pueden permitir el lujo de pasarse la vida de puerto en puerto navegando en potentes barcos y lanchas motoras y practicando deportes de aventura como subir a torres y edificios para poner pancartas con mensajes de protesta, les parece mucho más dañino un hipotético riesgo, nunca probado, al medio ambiente de los alimentos fortificados mediante ingeniería genética que la muerte y las enfermedades que sufren millones de niños cada año por falta de vitaminas esenciales en su alimentación.

Porque el gran delito que han cometido estos niños es que la solución más viable a su problema de subsistencia o de salud se encuentra en un alimento transgénico llamado arroz dorado, desarrollado hace más de una década por un equipo de científicos alemanes y que ha demostrado reiteradamente su inocuidad para el medio ambiente y, por el contrario, su capacidad redentora para estos pobres niños que en los países más miserables del África subsahariana sufren las consecuencias de la falta de vitamina A.

Recuerdo haber leído hace unos años cómo Greepeace celebró como una victoria mayúscula el haber impedido que atracara un barco en un puerto africano con maíz destinado a las víctimas de una de las hambrunas que periódicamente afectan a algún país africano. Lo más sorprendente es que a la opinión pública le debió parecer de lo más natural preferir que estos desgraciados se murieran de hambre antes de contaminar la pureza del paraíso primitivo „inexistente por otra parte„ con alimentos procedentes de un proceso de ingeniería genética. Condenar el proceso „la ingeniería genética„ sin atender al resultado, un alimento perfectamente seguro, es la demostración práctica de la cerrazón mental de estos personajes, que algún día la historia condenará sin la más mínima compasión. Condena que por otra parte no podrá devolver a la vida a tantos niños muertos y descapacidos por culpa de su ignorancia.

Es una batalla perdida, como lo fue en su momento convencer a los buenos católicos de que los herejes no debían ser quemados en la hoguera, o a los nazis de que no debían sacrificar a toda una raza humana en hornos crematorios. Cuando la ideología, los prejuicios y la irracionalidad se anteponen a la ciencia, la racionalidad y la tolerancia, algo acaba siempre oliendo a chamusquina.

109 premios Nobel han acusado a estos pijoverdes de este crimen de lesa humanidad. Será inútil. La masa se comporta muchas veces como un grupo de hombres primitivos asustados y apretujados en su cueva ante los sonidos que desconocen. Y siempre hay ventajistas que se aprovechan de estos temores ancestrales para imponer su poder en aras de la brujería más grosera.