Siglos después me topo con José María Vilaplana, fotógrafo en los inicios hace tiempo, demasiado tiempo. En menos que canta un gallo hacemos un recorrido por la fibra que más importa, se interesa por éste y aquél dado que se descolgó de las vicisitudes propias del gremio y me traslada que en el 14 murió su mujer pero que el renacuajo que parió la nuera lo mantiene a flote. Debió ser la imagen reconfortante de la criatura la que le recordó la realidad de Andrés Aberasturi sobre la que acababa de tener conocimiento ahora que éste lo ha reflejado en el libro en torno a Cris, su vástago paralítico cerebral.

Aberasturi arrancó la carrera profesional en la cabecera en que coincidimos y Vilaplana rememora no ya la época sino el preciso día en que llegó de prácticas y se fue de su mano a la playa para hacer ese reportaje del no nos hemos librado nadie. Con el hambre que arrastraba, propio de la época y de la profesión, Andrés terminó la recogida de datos a duras penas pero la terminó. En el 91 lo llamé con motivo del 50 aniversario de ese diario para que se marcara lo que quisiera y, antes de responder, casi lo había enviado ya. Cómo no va a tener claras las prioridades alguien que, junto a su mujer, ha afrontado cuatro décadas de lo más intensas a raiz de que, como rememora, «hay un silencio raro en Neonatología. Allí la gente no nos hablábamos; una suerte de respeto, una forma de no querer saber».

Cris, Cristóbal, es uno de los 120.000 paralíticos cerebrales que hay en España. El padre daría la vida por escucharle una palabra, aunque él no sepa a quién se la dirige. Tampoco conoce a los Reyes Magos, mientras que los que lo rodean se agarran a la sonrisa que emite. Pese a que quienes lo trajeron al mundo se debaten entre contínuas contradicciones, Andrés ha llegado a una conclusión: «Mi hijo es como debería ser Dios, pero yo no querría que lo fuera, claro... Yo querría que llegara a las cuatro de la madrugada hasta arriba, con una copa de más». Como la que el testimonio recaba. Por tí y que Cris te bendiga.