Las palabras, igual que los seres humanos, envejecen, caen en desgracia, pasan de moda o simplemente dejan de tener sentido. Y la palabra reflexión recurrente el día antes de las elecciones es una de las que tiene los días contados, o al menos una de las muchas que irán vaciándose de contenido hasta que dentro de muy poco sólo representen un mundo que ya no existe (el mundo rural, por ejemplo, o el mundo de los humildes objetos domésticos que aún usaban nuestros abuelos). ¿Qué sentido tiene reflexionar cuando todo el mundo vive pendiente de Twitter e Instagram y la palabra escrita se ha devaluado por completo? ¿Y qué significa reflexionar en el mundo del griterío que todo lo olvida en un segundo? Muy poco. O menos aún que eso.

En un diccionario que me encontré entre los restos de la biblioteca del antiguo convento de Sant Antoniet, en la calle Sant Miquel de Palma, la palabra reflexión tenía que ver con la física más que con la psicología, porque se aplicaba sobre todo a los reflejos del sol y a las curvas de la luz. En el primer tercio del siglo XIX, reflexionar significaba reflejar, reverberar, curvar, mucho más que el acto de meditar una cuestión o analizar un problema. Y el moderno sentido del verbo el de reflexionar, discurrir tan sólo aparecía en una acepción secundaria de la palabra, al final de la entrada, como en una especie de segunda división lingüística. En las guardas del diccionario estaba escrito el nombre de su dueño. El alumno se llamaba Pedro Martorell y tenía el número 80. ¿Qué estudiaba el alumno Martorell en aquel convento? ¿Y con quién? Eso lo ignoro por completo. Pero lo que sí imagino es que Pedro Martorell no debió de usar muchas veces en su vida la palabra reflexión ni el verbo reflexionar, que debían de ser para él palabras muy raras o pedantes o nada útiles (a menos que el alumno Martorell fuera una especie de dandy romántico, que lo dudo). Y en cambio, su contemporáneo Larra que sí era un dandy romántico ya usaba la palabra 'reflexión' y el verbo 'reflexionar' en el sentido moderno, ese sentido que ahora, por mucho que sigamos usando la palabra, ya nos va sonando a algo tan antiguo como los dandis románticos y los diccionarios olvidados en la biblioteca de un convento.

La otra noche estuve en una cena con gente que tiene más o menos los mismos gustos, la misma edad, el mismo nivel social y la misma forma de entender la vida. Pero lo que más me llamó la atención fue que de pronto se inició un virulento debate político. Hace un mes o así estuve en otra comida en la que no se quiso hablar para nada de política, pero en la cena de esta semana electoral se habló con mucha pasión demasiada, me temo, hasta el punto de que el debate se volvió violento e incómodo. Muchos ya no sabíamos a dónde mirar ni qué cara poner. «Mejor que no hablemos de política», propuso alguien cuando el acaloramiento estaba llegando a un extremo peligroso. Y repito que éramos gente que compartía aficiones, edad y modo de vida. Las encuestas nos hubieran encuadrado a todos dentro del mismo grupo social, pero lo que salió a relucir durante la breve discusión fue un guirigay en el que nadie quiso escuchar a nadie. Si Pedro Martorell, el alumno número 80 del antiguo convento de Sant Antoniet, hubiera podido colarse por una grieta del espacio-tiempo y asistir a nuestra discusión, sin duda se habría sobresaltado y habría pensado que no era para tanto. ¿De qué demonios están hablando?, se preguntaría. Y eso que él vivió la época de los enfrentamientos entre carlistas y liberales y católicos ultramontanos contra librepensadores. ¿A qué grupo pertenecía él, si es que pertenecía a alguno? No lo sabemos, y el buen Pedro Martorell, que se dejó su diccionario olvidado en una biblioteca, se llevó su secreto a la tumba.

Quizá lo que nos ha pasado es que reflexionar ya no significa para nosotros discurrir ni pensar, sino lo mismo que significaba en los tiempos en que Pedro Martorell estudiaba latín y lógica: nada más que un reflejo, una reverberación, sólo que verbal en vez de luminosa, sólo que política en vez de física. Ahora son otros los que fabrican el relato, y el relato es tan poderoso, tan convincente hay tres millones de personas que pasan hambre, somos el país más corrupto del mundo, los que montaron esta crisis no pueden gobernar ni un minuto más, que nosotros nos limitamos a repetirlo y a difundirlo por una mera acción refleja. Reflexionar es eso, sólo eso.