El Partido Socialista Obrero Español tuvo siempre dos almas. En la Guerra Civil, Besteiro, el moderado, el integrador; y Largo Caballero, el sectario, el bolchevique. Sus reencarnaciones, durante la democracia de 1978, son Felipe González y Zapatero. A Felipe lo voté en el 82, aunque por entonces, jóvenes y radicales, votábamos al PCE y luego a IU. Luego le dimos a Felipe hasta en el flequillo, curiosamente por todo lo bueno que hizo: integración en la OTAN, modernización, renuncia al marxismo, desarrollo económico liberal, reconversiones de sectores insostenibles, reforma de las pensiones€ En fin, todo lo que desembocó en aquella emocionante huelga general del 88, si no recuerdo mal, que yo viví en Madrid delante del Corte Inglés, en Preciados-Sol, como debe ser. Fue el día magnífico de la última manifestación antifranquista, que era donde nos habíamos quedado varados, mientras Felipe intentaba incorporarnos a la Historia. Y todo esto no oculta sus muchos errores, la corrupción, la infame reforma educativa que aún nos aplasta, o el pacto vergonzante con el nacionalismo catalán que salvó a Pujol y entregó los votos obreros castellanohablantes a la burguesía hipócrita del PSC.

Pero Felipe hizo un PSOE de integración española, donde, mejor o peor, cabíamos todos, donde no imperaban el odio, el guerracivilismo, las trincheras y el resentimiento. Todo eso nos lo devolvió el gran Zapatero, el peor político y el mayor sembrador de cizaña que hayamos conocido. ¡Ah! los falsos humildes, los sepulcros blanqueados contra los que nos advertían en aquella ejemplar historia del fariseo y el escriba de nuestra infancia. Aún sigo sin comprender la fascinación que este impostor ejerció sobre España durante tantos años. En el único que la comprendo es en Pablito Iglesias.

Zapatero trajo de nuevo las dos Españas. Su estrategia fue, hay que recordarlo, un intento de aislar a media España y forjar una alianza eterna con el separatismo que le garantizara un gobierno milenario: fundar un nuevo régimen sin alternancia. No sé si les suena a futuro. Pero lo que se llevó por delante fue, paradójicamente, al PSOE. A aquel PSOE de González que sabía que la condición para perpetuarse no era escorarse hacia el abertzalismo y la extrema izquierda (recuerden a Zapatero autodenominándose ´rojo´: el lenguaje de la Guerra Civil y la trinchera), sino ofrecer soluciones y equilibrio para la mayoría. La tragicomedia la ha culminado un Sánchez incapaz de renunciar públicamente al zapaterismo, es decir, a Podemos, y reconstruir un PSOE español y socialdemócrata. Por ese orden. Su apelación al cambio, sin haberse enterado de que él y su partido son parte fundamental de lo que hay que cambiar, es de las cosas más patéticas que hemos visto en siglos.

Pablito Iglesias sí que lo ha entendido todo. Sabe que el zapaterismo fue su batiente y su origen: el rencor organizado y la necesidad farisaica de postularse como revolucionaria de una burguesía de profesores, funcionarios y señoritas progres. Como sabía, también, que con un poco de astucia le arrancaría al PSOE todo el voto largocaballerista, hasta acabar con él. Elogia a Zapatero para quedárselo. Ha conseguido lo que fue el sueño de todos los partidos comunistas de la historia: destruir a la socialdemocracia. Y lo que es más divertido: vestido con sus hábitos y bajo la advocación de sus monjes.