El debate a cuatro entre los principales candidatos a la presidencia del Gobierno retransmitido por las principales cadenas de televisión no me defraudó. Y no me defraudó sencillamente porque tampoco tenía muchas expectativas, que es el mejor modo de que no te defrauden ni las cosas ni, sobre todo, las personas. Tal como imaginaba, el debate se centró más en criticar al contrario que en proponer, y cuando se proponía, aquello adoptaba el aire de un mercadillo donde cada tendero intentaba captar a los posibles clientes rebajando aún más el precio del tenderete contrario.

Tras las encuestas realizadas por los distintos diarios tras el debate, se puede extraer que el claro ganador fue Pablo Iglesias. Y no es de extrañar, porque en muchas de las cosas que dice le avala la razón que dan las cifras: las puertas giratorias, la presión fiscal, la corrupción, los sueldos desmesurados de los políticos, la voracidad de los ricos, la diferencia entre ricos y pobres, etc. Sin lugar a dudas, aparte de ideologías, hacía falta que un partido denunciase de una manera clara los problemas que sufren los trabajadores, porque desde hace muchos años el PSOE el gran partido de los obreros dejó de denunciarlos.

Otra cosa muy distinta, sin embargo, y como señalaba el segundo mejor calificado Mariano Rajoy es pasar del discurso al Gobierno, porque a pesar de lo afirmado por Pablo Iglesias las grandes ciudades gobernadas por Podemos no es que estén precisamente mejor de lo que estaban antes de su llegada. El tercer mejor valorado en la mayoría de las encuestas fue Pedro Sánchez, que sigue sin conseguir que la cara le acompañe al discurso. Y es normal, porque el líder del PSOE debe defender a un partido con una herencia de corrupción importante, un partido al que es muy fácil criticarle que todo lo que dice no tiene credibilidad porque todas esas propuestas súper progresistas que ahora venden debieron haberlas realizado cuando gobernaban.

Sin embargo, por aquellos años, a los dirigentes del PSOE les gustaba más la alfombra roja, el puro y la copa que el bocadillo de media mañana. Por su parte, Mariano Rajoy salió prácticamente indemne de las críticas realizadas por el resto de sus contrincantes, aunque toda esa seguridad se desvanece en cuanto se habla de corrupción, donde el Partido Popular está plagado de expertos. Este lastre le seguirá restando credibilidad hasta que todos los corruptos o asociados a esos corruptos no desaparezcan del partido. Como punto a su favor, hay que reconocer que en materia de economía saben manejar mejor las grandes cifras que su gran adversario hasta ahora, el PSOE. En último lugar de las encuestas se situó Albert Rivera. Lógicamente, al ser el más centrado tanto en su discurso como en su ideología, es comprensible que aparezca en último lugar, porque ya se sabe que a los españoles nos gustan más los extremos que a un tonto un lápiz. Como aspecto más positivo, hay que señalar que el candidato de Ciudadanos fue el que más insistió en la necesidad de llegar a un gran pacto de estado por la educación, que es el único arma para que dejemos de ser una España inculta y miserable.

Sea como fuere, y según todos los sondeos sobre las elecciones del 26 de junio, parece claro que ningún partido podrá gobernar en mayoría. Por tanto, no nos queda más que confiar en que estos cuatro candidatos, aparte de para la cháchara- tengan calidad suficiente para llegar a algún acuerdo anteponiendo el bien de España.