Escribo estas líneas cuando una nueva hornada de ilusionados jóvenes hace su selectividad en los campus de la Región para acceder a los estudios universitarios. Nerviosos, se juegan su futuro por una carrera que les abrirá la puerta al mercado laboral. Pero, más allá de su responsabilidad, los estudiantes que se examinan tienen un derecho: merecen la mejor universidad donde estudiar.

La institución ha dado en las últimas décadas en España un salto cualitativo extraordinario, mejorando substancialmente en investigación e infraestructuras. Pero, lejos de la complacencia, la certeza de que otros han hecho las cosas mejor que nosotros late de fondo. Hemos subido, pero no hemos logrado la excelencia ¿Por qué las universidades de Murcia y UPCT están tan solo en la mitad de la tabla de las cincuenta universidades públicas españolas? ¿Qué deben hacer para, al menos, luchar como las catalanas por estar entre las 200 mejores del mundo?

Desgraciadamente, se habla poco de qué es lo que hay que hacer para conseguir ese objetivo. Por el contrario, se ha citado estos meses mucho de la universidad por otros motivos. Por ejemplo, por el asunto de las prácticas de Medicina, en el que salta a la vista la falta de previsión del SMS y la torpeza a la hora de arbitrar una solución acorde con la ley y el sentido común. Por otro lado, plantear una reforma universitaria en Murcia tan solo para frenar a la universidad privada y reordenar las titulaciones, para que no haya repeticiones, me parece muy pobre. También me parece muy pobre que el debate se centre en las tasas universitarias o si hay que volver o no a una estructura de títulos de 3 años de agrado y dos de master (aunque en la carreras técnicas y otras parece evidente el fracaso del 4+1). Pero, vamos a ver: ¿El resolver estos asuntos permitirá crecer a las universidades públicas de la región y hacerse excelentes? La respuesta es un no rotundo. Porque la clave, discúlpenme que insista, no está en parar a la privada, sino conseguir que la universidad pública, con los mejores profesores, instalaciones, investigación y capacidad de innovar pueda conseguir la flexibilidad necesaria como para que no le importe lo más mínimo la competencia de un centro privado€ y escape de una vez del inmenso engendro burocrático en el que se ha convertido estos años. Un parsimonioso mamut en un mundo de gacelas.

Yo centraría los principales problemas que hay que abordar en tres: la contratación de profesores, la política de incentivos y la gobernanza de la Universidad.

La Ley de Universidades murciana es muy poco ambiciosa y ciertamente chapucera sobre todo estos aspectos. Increíblemente, la palabra ´investigación´ no aparece en sus principios; no se dice nada del sistema de contratación del profesorado, cuando la Universidad catalana ha basado gran parte de su estrategia en la búsqueda de los mejores fichajes para sus universidades señeras. En la coyuntura actual, para más inri, el Gobierno ha envejecido artificialmente las plantillas de profesores, evitando el reemplazo de los funcionarios que se jubilaban, en tanto que no ponía ningún coto a la acreditación. En verano de 2014 la cifra de acreditados sin plaza (catedráticos y titulares) superaba los 8600, hoy debe estar cerca de los 10.000. Unos académicos que exigen convertir todas sus acreditaciones en plaza, lo que creará un tapón que impedirá entrar en la universidad a cualquier joven con talento en décadas y que generará mayor endogamia, puesto que los rectores, temerosos de que un candidato de fuera se lleve la plaza, harán lo imposible por impedirlo antes de tener otro contrato. Cuando lo que deberían reclamar son comisiones realmente independientes, que permitan asegurar ni más ni menos que el mejor gane.

El tema de los incentivos es algo evidente: no se puede pagar igual a un profesor que literalmente se deja la piel que a otro que vegeta. Está claro que para pagar dignamente la productividad hace falta financiación. Por mi parte, me siento orgulloso de que hoy las universidades tenga un escueto plan plurianual de financiación, pero hay que ir más allá. Hay que dejar de financiarlas solo por el número de alumnos y hay que basar buena parte del dinero en sus resultados. Por lo que hace falta que el gobierno regional cumpla con ese compromiso, que debe ser exigente.

Por último, hay que replantearse seriamente el tema del gobierno de la universidad. De cara al futuro hay que tomar decisiones importantes y hoy por hoy no existe una programación a largo plazo de adonde queremos llevar a nuestras universidades. Nómbrense, por tanto, rectores y decanos para poner en órbita a las Universidades públicas. Gestores, no políticos en manos de intereses corporativos.

Equipos profesionales independientes que luchen por incrementar el nivel, con objetivos ambiciosos. Porque la mayor garantía de servicio público es que esa universidad sea reconocida como excelente.

¿Para cuándo todo esto? Urge. El mamut universitario camino lento a riesgo de ser engullido por los hielos.