El día en que el dios Theuth tuvo a bien obsequiar al faraón con diversas maravillas pudo ser un momento estelar en la historia de la humanidad.

No sólo porque un dios visitase a los humanos. Porque en aquellos tiempos se trataba de algo frecuente. Eran unos días en que los dioses acostumbraban a mezclarse con los hombres en busca de diversión o gresca y no sólo de incognito como hacen hoy que la corte Marvel se basta para suscitar y colmar nuestra capacidad de asombro.

Theuth, como decía, ofreció diversos regalos. Entre ellos algo maravilloso que haría más sabios y memoriosos a todos los hombres. Se trata nada más y nada menos que de la escritura, el texto, la palabra atrapada y fija en un pictograma. Ya no hará falta que el hombre sepa nada: cualquier tablilla sabe más que el más sabio de los hombres. Así Theuth no sólo propone una revolución planetaria (al menos en el ámbito del Nilo) sino que, y eso es más de asombrar, anticipa casi literalmente a los hooligans de los ordenadores desde el destete mismo ya que, aseguran, cualquier chiquillo con una tablet sabe más que el mejor de los maestros.

Puestos a reencarnarse, el faraón receptor del obsequio bien podría haber adoptado entre nosotros la figura de Alberto Royo quien, en Contra la nueva educación (libro que no puedo dejar de recomendarles), señala que quizá la tablilla produzca el efecto contrario: que podría ser que los hombres confíen en que ya está ahí la información y se dispensen a sí mismos de ejercitar la memoria y de incrementar su sabiduría. Que todo podría ser.

Y la historia tiene pinta de ser verídica, que la cuenta nada menos que Sócrates en un texto de Platón. Allí Sócrates dice que la sabiduría plasmada en algo externo al hombre (la tablilla, la tablet, el libro) sólo servirá de recordatorio para quien posea la sabiduría verdadera, la que se halla escrita en el alma del hombre y esté, por eso mismo, a su disposición para ser pensada y dicha cuando sea menester.

No les canso pero no me resisto a señalar que Platón se opone al texto escrito frente a la oralidad pero, ahí el detalle importante, lo hace por escrito. Las razones de Sócrates, lo que dijo, se habrían perdido si no fuera por el texto que compuso Platón que, ese sí, ha llegado hasta nosotros con el título de Fedro.

Hay modos de escribir que permiten hacer pensar al lector porque no transmiten consignas, no repiten lemas, etiquetas o hashtags sino inicitaciones, pensamiento viviente.

El texto impreso, incluso después de que Gutenberg permitiera su producción industrial, ha mantenido algo de aquello. Un libro, una opinión en un periódico, tiene el marchamo de haber sido pensado, ponderado, sometido a criba y análisis. Y sólo se ha dado a la imprenta aquello que tiene peso y supera la crítica.

Y de ahí que hoy el texto escrito, el dios Theut y el ministro avatar parecen haber ganado la partida a la oralidad. Porque hablar, lo hace cualquiera. Es verdad que el papagayo pronuncia palabras y lo mismo hace, según cuenta Salinas, quien pena con La voz a ti debida. Pero no es lo mismo.

Cuando se acuñó la expresión vox populi, vox Dei hacía tiempo que los dioses había perdido la costumbre de pasearse entre nosotros y, por eso, la fórmula suena solemne. Decir que la voz del pueblo es la voz de Dios, es asunto serio. Tiene sus defensores, como Maquiavelo; y también detractores (Alcuino de York advierte a Carlomagno contra ella) y contra el llamado argumento ad populum o falacia populista.

Así como en el caso del texto escrito hay una cierta criba, no ocurre lo mismo con la palabra. Porque la laxitud con la que se habla en la barra del bar no tiene nada que ver con el rigor que cabe esperar en el conferenciante, porque la palabra recitada por el poeta dista del exabrupto y, para terminar, la fuerza del insulto es muy otra a la fuerza del argumento.

Ocurre que el hablar se reviste con diversos ropajes. Se puede ser desmañado o preciso. De Gorgias a Perelman hay, por eso, un intento de dotar de rigor a la oralidad porque eso tan común de hablar puede hacerse al tuntún pero puede también dotarse de estructura y ritmo, belleza y rigor. Y conviene cuidar lo que se dice, no porque se crea a pie juntillas aquello de vox populi, vox Dei sino porque hablar al tuntún es de tontos y el nivel de tontuna empieza a saturar a estas alturas.

Si hacemos caso a Arcadi Espada, habría que considerar los hashtags, tuits y demás como una modalidad de habla (de hecho, como saben, se pueden escribir hablándole al móvil), pero no una clase cualquiera. Transmiten, por el contrario, el habla inmediata, espontánea, sin procesar, sin pasar por la elaboración de la retórica, el buen tuntún.

De modo que la panacea que vocean los tecnólogos del aprendizaje (los Tic y las Tac), después de tantas vueltas, era eso: la vuelta a la naturaleza, el rechazo del artificio, de la cultura en suma (aquello que en el ideal liberal transmitía la escuela: instrucción).

Pero siempre nos quedará el humor o la malafollá, según como pinte el tuit, vox Dei inequívocamente. Y con esos elementos y esos instrumentos me parece que se van a cocinar las elecciones cuyo pistoletazo de salida se da hoy. ¿Triunfará el humor? ¿Lograrán transmitir ilusión para conservar lo valioso que hemos construido juntos o vencerá la inmadurez de desmelenarse y mandar todo a tomar viento? ¿Movilizarán la esperanza de mantener y mejorar el estado de bienestar o nos olvidaremos que nuestra cultura es tan valiosa como frágil y que, como toda construcción humana, puede irse al garete? Síganlo con los tuits o piénselo informándose en la prensa: usted elige, usted vota.