En mi barrio siempre andábamos a porfía. A mediados de los 60 estaba sin urbanizar aún por lo que la calle era nuestra entre un par de ejes de enorme rivalidad: los equipos de la tierra y los conjuntos extranjeros que nos tenían sorbido el seso, Beatles y Rollings. El más afín a mis colores era en cambio de Jagger&Richards. Tanto rollo que se tiran desde el laboratorio ahora y, sin embargo, nosotros ya éramos transversales como se aprecia. Con el Marcador simultáneo dardo resultábamos despiadados, pero la salida al mercado de cada sencillo traía consigo la batalla de las Termópilas. Sí, los de Londres habían roto la pana con Satisfaction, a la que intentaron estirar alrededor de un siglo pero, cuando los míos sacaron el Sgt. Pepper's, la otra banda y sus seguidores empezaron con los palos de ciego dándose por concluído el debate. Y eso que, antes de que George Martin los pusiera en orden en el estudio, aquellos cuatro melenas habían sido rechazados por todas las compañías inglesas. Discográficas, ojo. Como admitió Ringo, «con un nombre escarabajiense y siendo de Liverpool, nadie se arriesgó». Y ya ven, jamás un grupo ha generado esa influencia con tan pocos años reunidos.

Cerca de cincuenta después de quedar traumatizados con la separación saboreo al fin a uno cantando y tocando a dos palmos de mí. Yesterday había revoloteado tanto tiempo por su subsconciente que Paul estaba convencido de haberla robado. Tras flipar con ella, Martin le propuso introducir el cuarteto de cuerda aunque el nene se resistió al retrotraerlo a Beethoven, Mozart y a «música para intelectuales». Lo que hay que oir a los genios.

Antes de montarnos a miles en un Let it be y un Hey Jude descomunales, había advertido sobre que «cuando tocas en recintos tan grandes tienes que imaginarte que estás actuando para una sola persona». Junto al reciente subidón por otro título éste ante el Liverpool sé que, tras llevarlos toda la vida ahí dentro, el guiño final del concierto no iba para nadie más que para mí. Es que el granuja es del Everton.