Los artículos que leo de los defensores del TTIP creo que evaden el punto decisivo. Integran la mirada moderna: el progreso económico produce ganadores y perdedores, y estos ya encontrarán su lugar en el mundo. Analizan así el proceso de globalización al margen de todo otro valor, con el único objetivo de crecimiento económico. Aquí trataré de no evadir el supuesto básico. ¿Por qué el crecimiento económico tiene que ser el objetivo único de la humanidad? ¿O es que asumimos este objetivo porque es la única traducción que queda en pie de los ideales progresistas de la humanidad? La cuestión del progreso tiene que ver con la incapacidad del ser humano de aceptarse tal como es en cualquier situación en que se encuentre. El fastidio del ser humano con su existencia ha generado la fuga del progreso. Sin embargo, esa fuga no puede ser la única forma de encarar ese rasgo antropológico. El tipo humano europeo debería construirse sobre otras bases.

El fastidio que apenas se alivia obsesivamente mediante el esfuerzo del progreso es quizá mayor que el que se aliviaría con una prudente resignación; pero el peor sufrimiento es la insatisfacción incapaz de imaginar un futuro reconciliado. Asumir que nunca se progresará lo bastante es un buen recuerdo para ironizar acerca de todo progreso concreto, un argumento contra el frenesí. Esa ironía es el mejor estímulo para pensar el futuro de otra manera. Hoy sospechamos que entregarse al único progreso que parece no tener fin, el de acumular unos y ceros en una cuenta corriente de capital, es la mejor manera de evitar la pregunta de si con ello no estaremos ocultando la desesperación. Quizá debamos pensar que asumir como único objetivo de la especie éste del crecimiento de capital, llevará a la humanidad a una ilusa vía muerta. Confundir crecimiento de capital con mejora económica es confundir demasiado. Tanto como pensar que la globalización se pone en cuestión por el control de capitales. Apertura al comercio, sí; tratar igual a capitales limpios y sucios, desde luego que no.

Asumir la obligación de pensar es encarnar un tipo humano que respeta las distinciones. Quizá sea una virtud de viejos, pero la humanidad sobrevivió mucho tiempo respetando el carisma de la vejez. Nadie como el experimentado asume el pathos de la distancia. El prestigio de la experiencia es el paso inevitable para construir una forma de vida. Por desgracia, el único punto que no se aborda en las negociaciones del TTIP es ese de las formas de vida. Eso no pueden entenderlo quienes sólo piensan en la acumulación. Por eso, que los principales obstáculos a la firma del TTIP estén relacionados con la agricultura es muy sintomático.

Respecto a esto, la cuestión es cómo ese tratado desarticulará los estándares de nuestra forma de vida, su sentido de la calidad existencial, su valoración de lo importante. Aquí EE UU presiona hacia una homogeneización reguladora de los productos alimenticios según sus propios criterios. Este obstáculo no es menor. Quizá en estos elementos de calidad reconocida como consumidores esté el goce afectivo y simbólico básico, casi sacramental, de nuestra forma vida. Quizá eso nos caracterice como europeos. No se trata de un cínico sibaritismo. Se trata de un gran conjunto de alimentos que tienen para nosotros un valor telúrico. Ese es el sentido de la agricultura ecológica, de las marcas de los vinos, de multitud de estándares de productos agropecuarios, de negocios cercanos y familiares. Tomar un vino, un aceite, una loncha de jamón, una ensalada, un pescado o una carne, es un elemento central de la biopolítica europea. Queremos seguir sintiéndonos hijos de la Tierra y en ello está la raíz más propia de nuestro ethos. En el TTIP chocan dos formas biopolíticas hostiles, lejanas, porque chocan dos tipos humanos.

Este aspecto telúrico del consumo (frente a la estandarización mundial) es uno de los pocos elementos que nos quedan capaces de reencantar nuestra vida. Con ese reencantamiento está relacionado algo todavía más importante, una forma de sociabilidad que nos hace gozar de nuestra condición común, compartida, de pertenencia a una cultura milenaria. Nos emociona comer como lo hacían los héroes de Homero, y desde Ulises nos reunimos en las noches para contarnos nuestras historias familiares. Al no ceder a una agricultura masiva y tecnificada defendemos algo que constituye el tipo humano que no deseamos dejar de ser. En una tierra como la de Europa, que ha conocido una evolución intensa, es muy difícil hablar de un único tipo humano. Pero en este contexto, resultan poco significativas las discusiones acerca de sus variaciones regionales, católicas, ortodoxas, luteranas o calvinistas. Lo decisivo es que ya no somos la punta de lanza del cambio mundial ni podemos confundir por más tiempo la humanidad europea con la universal. De ese sueño se despidió a regañadientes Husserl en 1935, pero lo hizo por nosotros. Lo que nos une a los europeos es que no nos pueden convencer ya de la militancia incondicional para seguir en la cresta de la ola del progreso acumulativo capitalista. Eso exige un precio demasiado trágico y ya lo hemos pagado. Europa ya tiene otra función. Debe ser la potencia que retarde la aceleración del mundo.

Retardar la aceleración del mundo no es disponer de potencias místicas. Al contrario, se trata de la imposibilidad de olvidar la densidad de una experiencia histórica única. Hay que resistir a la potencia imperial que desea imponer una homologación mundial de su forma de vida. No con hostilidad, desde luego. Pero sí con firmeza. Recordemos que nosotros, los europeos, también una vez creímos ser esa potencia imperial. Nuestra historia nos dice que un imperio solo vence una vez y que luego, de mantenerse a toda costa, sólo producirá injusticia. La pretensión de Estados Unidos de imponer tribunales extraterritoriales en el TTIP para que las grandes compañías puedan denunciar a los Estados que violen su homologación, es una pretensión imperial injusta y sin precedentes. Por supuesto que el Nomos de la Tierra, la articulación de las relaciones entre los grandes espacios, debe estar entregada al derecho. Pero el derecho no puede confundirse con la protección de una homogeneización de las formas de vida en favor de una hegemónica y empobrecedora. El derecho del Nomos de la Tierra será multipolar y surgirá de una situación de equilibrio, o no será. Si no protege las formas de vida de los grandes espacios, no protegerá un futuro para la pluralidad de la Tierra.

Creo que se debe estar a favor de la construcción del espacio social y económico de Euroamérica. Pero no estoy de acuerdo en que esa construcción se deba hacer a favor de la homogeneización del actual modo de vida de EE UU, de su tipo humano, o del sistema productivo en el que se apoya. Europa tiene una forma de vida que proteger, un vínculo entre economía y cultura que promover, y un tipo humano que garantizar, basado en su voluntad de no olvidar su historia. El historicismo es el imperativo de la potencia retardataria. Europa tiene tanta relación histórica con la América del Norte como con la América del Sur y no puede plegarse a las demandas de EE UU y ser insensible a una perspectiva que también necesita integrar América del Centro y del Sur. No puede injerirse en los asuntos de América Latina, pero sí cooperar para que sea un gran espacio propio en el futuro Nomos de la Tierra. No puede marginalizar de ese Nomos a Brasil o a Rusia, por mucho que le resulte extraña la calidad política de ambas potencias. Es preciso que Europa deje de pagar las consecuencias derivadas de su trágica experiencia imperial y actúe con iniciativa como un gran espacio de paz y de derecho, sin plegarse a las exigencias excesivas del amigo americano y su aceleración. El espíritu de las distinciones ha de ser la potencia intelectual del tipo humano europeo. Éste debe administrar la heterogeneidad y la complejidad y resistir la homogeneidad. En ese espíritu debe encontrar Europa su lugar en el mundo, cuando se decida a tener una voz autónoma en el futuro. La alternativa es conocer en sus carnes una condición casi colonial. Bien mirado, quizá eso forme parte de cierta justicia histórica. Pero la propia experiencia de lo que nosotros hicimos en otro tiempo al menos nos debería alumbrar acerca de las dolorosas consecuencias de padecer la colonialidad.