Lo peor es el ridículo. Vemos a unos representantes clásicos de la clase media acomodada, estatus que ya es un privilegio en esta sociedad de estructura frágil, convertidos durante unos días en émulos de los grandes ricachones del mundo, esos que se comportan como si no hubiera un mañana.

Un profesor universitario, Miguel Ángel Cámara, que va acumulando méritos académicos sin pisar las aulas con la ´ayuda´ de un colega que firma con él ´trabajos de investigación´, sufre del mal de altura desde el despacho de la alcaldía de Murcia y se presta, como la cosa más natural del mundo, a experimentar las sensaciones de Flavio Briatore o Julio Iglesias: viajar en jet privado, a tó por tó, y pegarse un viaje a Estambul que cualquier ciudadano de su clase realizaría con más provecho adquiriendo un billete de avión de menos de cien euros para ida y vuelta.

Olvidemos por un momento la falta de respeto a la dignidad institucional a la que formalmente se debían y hagamos un kitkat con las evidencias de cohecho que tal desenvolvimiento legítimamente proyectan.

Aparquemos lo fundamental, y observemos para qué han decidido traicionar la confianza pública. Todo para dejarse arrastrar por la más plástica imaginería de la mediocridad. Y es que, con independencia de la conclusión de las investigaciones judiciales, lo que resulta indiscutible, a ojos vista, es el reflejo hortera, esa pulsión de nuevorriquismo por cuenta ajena, esa exhibición de ridículo al pretender interpretar la figuración de los protagonistas del Hola.

La fantasía de trasladarse a Turquía en jet privado y a tutiplén en compañía guiada de un inversor urbanístico es equivalente, en unas muy determinadas personas de orden, que van a misa y fingen pasión por los ´coloraos´, a la del Dioni, que se fue a follar a Brasil tras desvalijar el furgón. Son pasiones distintas, desde luego, pero proceden de la misma parte del córtex cerebral.

Parten de la excitación del mecanismo del deseo que promete la orgía perpetua. En unos casos, ésta significa la representación de los ritos de clase que no proceden de la cultura y la ética sino del parné a palo seco; en otros, más dignos por su falta de disfraz y de sofisticación, la cosa va de tirarse al barro sin mayores excusas. Aparte de esto no veo más diferencias.

Pero ¿podríamos esperar otra cosa? No hay más que ver la ciudad que dejaron, satelizada por pedanías en que todavía podrían rodarse escenas de spaguetti westerm y por gigantescos centros comerciales clonados de cualquier otra urbe, exentos de identidad, eso que los nuevos cursis definen como no-lugares.

Añadamos el tranvía a ninguna parte que saldría gratis a los murcianos, pero que les cuesta a millón de euros al mes; el fastuoso por invisible jardín de Toyo Ito, icono de tantos otros ingenios jamás iniciados; la peatonalización de Alfonso X, reeditada en cada mandato y siempre pendiente; los omnipresentes puentes de Calatrava, monumentos al papanatismo...

Y todo el reguero de concejales con casas jardín adornadas de enanos de escayola o de palmeras exóticas, así como de funcionarios de Urbanismo imputados en casos de corrupción, algunos de los cuales se veían obligados a cambiar en el mercado de la esquina por otros comestibles las docenas de jamones que recibían por Navidad.

Cuando estos representantes de la cosa pública confraternizaban con los amos del ladrillo en yates, aviones privados y cacerías alcanzaban el mundo con sus manos, lo cual reforzaba sin duda su contención sentimental para satisfacer asuntos tan banales como los sueldos de las trabajadoras de ayuda a domicilio, que probablemente ni los votaban.

Eran coleccionistas de arte sin comprender el arte y, sobre todo, sin comprar una sola pieza. Al cajero automático, ni para estrenar la tarjeta. Mediocres, rácanos, gorristas y aprovechones. Gente tan apasionante que se divierte jugando al dominó.

No hay que poner mucha imaginación para construir con estos elementos un relato de realismo mágico en el que bajo las mullidas alfombras de La Glorieta su huelen los excrementos de las gallináceas mientras el aire denso mueve la hojarasca. No podemos quejarnos, porque los hemos votado a mansalva.

Lo peor es el ridículo, sí, pero tal vez ellos mismos no lo sufran porque ni de eso tengan el más mínimo sentido. Consolémonos, no obstante, con las sonrisas discretas de quienes los han visto trepar infatigablemente hacia la nada.