A propósito de un trabajo de investigación sobre violencia doméstica que hice un par de semanas atrás, he descubierto determinadas circunstancias que me han hecho plantearme seriamente la grave equivocación en la que incurre la sociedad respecto a algunos flecos sueltos sobre este asunto.

Desde mi punto de vista, y sin generalizar ni involucrar a terceros, creo que era y es necesaria una ley contra la violencia intrafamiliar que proteja y penalice el maltrato doméstico con independencia de los sexos de agresores y víctimas. Lo que no creo, y es aquí donde me encuentro con el primer escollo del camino, es en una ley discriminatoria que no contempla las distintas posibilidades y se ciñe exclusivamente y de un modo estricto a una sola como es el caso de la ley de violencia de género de 2004, que penaliza sólo cuando el agresor es un hombre y la víctima una mujer. Entiendo que después de tantos años de injusticia y calamidad en la vida de muchas mujeres se quiera corregir la situación de desigualdad equiparando ambos sexos, pero lo que no llego a comprender del todo es que para dar a unas lo que se merecen y por lo que han peleado a lo largo de los años, se tenga que infravalorar y castigar a otros, cargándose de un plumazo esa supuesta igualdad por la que tanto han luchado.

A diario, y cada vez con más frecuencia, observo que se está castigando a hombres inocentes por las faltas que otros han cometido a lo largo de la historia y, desamparados por la ley, se ven obligados a cargar con la responsabilidad colectiva pagando los defectos de otros a un coste demasiado caro que en algunos casos conlleva denuncias falsas por violencia física, psicológica o por abusos deshonestos hacia su expareja e incluso sus propios hijos.

No quiero que se malinterpreten mis palabras, quiero creer que la mayoría de denuncias por violencia doméstica son ciertas, pero también hay que contemplar la posibilidad de que algunas de éstas no lo sean, y el motivo no sea otro que la rabia, la codicia, el dolor y la ira por el fracaso de la unión de dos personas que, en teoría, pero no en la práctica, debían permanecer unidas para siempre.

Ajena a este dolor, hablar es sencillo, pero también es cierto que gracias a eso puedo percibir las cosas con más claridad gracias al lujo que supone la objetividad. Desde fuera puedo entender ciertos sentimientos y deseos de venganza por lo que se ha perdido; sin embargo, creo firmemente que a la larga no conviene pelear para saciar el desquite y las ansias de revancha, sino todo lo contrario. Luchar por eliminar esa respuesta negativa, innata en todos nosotros, ante el daño que hemos recibido. Al final, sea cual sea la magnitud de nuestro dolor no debemos devolverlo ni al que no lo inflingió ni al mundo que nos rodea. No sirve de nada salvo para acabar derrotados por la propia culpa y convertirnos en aquello que tanto odiamos.

El dolor no nos concede ningún tipo de licencia para vengarnos de cualquiera y menos de las personas con las que hemos compartido lo mejor de nosotros mismos. Lo mejor no es destruir aquello que no destrozó, sino asumir que se quiere y se odia al mismo tiempo, que en nosotros habitan a partes iguales el cielo y el infierno y que levar anclas, dando por perdido lo que está perdido, dejando de lado la debilidad y la impotencia es lo que a largo plazo, una vez desaparece la confusión provocada por el dolor, nos convierte en seres justos y por tanto superiores.

Odio y amo. Quizás te preguntes por qué hago esto.

No lo sé, pero siento que así ocurre y me torturo

(Catulo. Poemas, 85).