Las canciones. La Estrella de Levante en el Tontódromo. Los amigos. Cerdos gigantes de plástico que toman la Gran Vía en manifestación surrealista y del todo coherente. Mujeres y hombres bañados en purpurina y jolgorio, el Carpe Diem más maravilloso, el porque sí, el abrazo, el poder de tener en la mano un juguete de plástico. Sí, señores, el poder. Lo Dadá que supone haber luchado, haber derramado hasta tu sangre en el asfalto de la avenida de la Constitución, por hacerte con un balón de publicidad, con una espada azul, con una reproducción de David el Gnomo que te caiga en el regazo, no sin antes amenazar con caerte en un ojo. La épica de la victoria que puede parecer estúpida, pero que es del todo gloriosa, porque ese juguete luego eres tú quien lo regala a un niño, ya sea familiar o desconocido, que no ha pugnado por él, pero lo quiere. El fuego que gana, el himno, el llanto. Que lo más bonito del mundo ocurra sólo una vez al año puede parecer algo negativo, pero, por otro lado, te enseña a valorar. Y a contar los días. Y a priorizar. Este sábado, 2 de abril, por fin, es el Entierro de la Sardina.