Decía Luis Buñuel que el problema del ser humano está en la vanidad y en el miedo. Y la historia de este país, añado yo, está escrita, al dictado, bajo la caligrafía de ambos. Aquellos famélicos hidalgos de jubón raído y mangas deshilachadas que antes de salir a la calle salpicaban su chaleco de migas de pan duro para que quien les viera pensara que habían comido, son la génesis de los modernos turistas de crucero de hoy en día, quienes, tras pasar diez días en un planificado resort vacacional, aseguran que como España, nada, como si hubieran visto algo de los países visitados, aparte tres o cuatro monumentos apresurados, el buffet y el bebistrajo de turno adornado con una sombrillita.

De la misma manera, los siglos de miedo acumulado a lo largo de nuestra historia de inquisiciones, matanzas, destierros, desapariciones y obligados silencios, han forjado una suerte de fantasma, compañero de nuestro hacer cotidiano, empeñado en hacernos temer siempre a lo nuevo, a lo diferente. Nuestro refranero lo advierte: Más vale malo conocido, que bueno por conocer.

No se entiende de otra manera el confuso panorama que tenemos desde las pasadas elecciones, este rechazo a cambiar de unos y la prevención a equivocarse en el cambio de otros, cuando la necesidad de que éste se produzca es evidente. Se apela al espíritu de la Transición ¡ay, cuándo acabarás de transitar!, pero las circunstancias son otras. Entonces se trataba de dictadura o democracia y aunque, para muchos, esta última no era ni de lejos aquella por la que habíamos luchado, al menos se podía vivir en un país y no en una comisaria como estábamos acostumbrados. Se transigió con mucho en aras de la normalidad. La bandera, el rey, el Estado laico que sí es pero no es, el borrón y cuenta nueva. Así entramos en la modernidad y así nos acostumbramos a ésta. Se cedió, pero solo de una parte, porque, no nos olvidemos, los cuarenta años de dictadura fueron fruto de un golpe de Estado, no de una guerra civil al estilo de la de la Secesión Norteamericana y los culpables de tamaña carnicería nunca fueron castigados, es más, aún hoy se sigue manteniendo la indigna presencia de su recuerdo en pueblos, plazas, calles o efemérides y las fortunas creadas a partir del expolio y la esclavitud, a buen recaudo en los bancos o en el armazón de muchas de las empresas del Ibex 35.

Pasó porque tal vez no había más remedio o porque dejamos que pasara. Pero hoy que ya no nos amenaza ni cárcel ni tortura, ¿a qué viene tanto miedo a reconocer la realidad de un país bien distinto al de entonces?. Un referéndum como el que se plantea en Euzkadi o Catalunya se ha llevado a cabo en Escocia o Quebec. Los suizos están acostumbrados a someter a la voluntad popular las leyes o disposiciones que van a regirles. ¿Hay quien pueda poner en duda por ello la estabilidad o flaqueza del Reino Unido, Canadá o el paradigma de la tranquilidad que es Suiza?

Si somos todos iguales ante la ley y se nos supone parejos en cuanto a oportunidades, ¿qué sentido tiene la monarquía, la intrínseca desigualdad que supone su propia existencia, aparte los casi 25.000 euros que nos cuesta el rey diariamente? ¿Cómo es que un millón de votos se traduce en dos diputados y 200.000 en nueve? ¿De verdad estamos seguros de que nuestro confortable mundo va a derribarse si nos planteamos esas y otras cuestiones como la relación con el Vaticano, el cumplimiento del déficit, la renacionalización de los servicios básicos o el pago de la deuda acumulada por la Banca?

Lo malo conocido es malo. Lo bueno por conocer, habrá que conocerlo.

Benito Rabal

Águilas, Marzo 2016