«En Brasil», dijo una vez Lula, «cuando un pobre roba, va a la cárcel; pero cuando un rico roba, se vuelve ministro». Lo afirmó hace muchos años, en 1988, virgen de poder, aunque con previsora lucidez. ¿Y en España? Algo más sutil y discreto que una cartera: lo envían al Senado. Fácil. El nuestro es un país capacitado para juzgar y después condenar a Rita; no a la otrora reina de Valencia -hasta que «una hostia» la desterró-, sino a Maestre por una insolencia de juventud. Líbrenme de vulnerar presunciones de inocencia. Es la justicia quien debe dirimir si Barberá resulta culpable o si actuó como una inocente solitaria entre sus catorce concejales investigados. De momento, la justicia señala que no procede y sobre Rita no pesa ninguna imputación. Respetemos eso. Pero en política, donde la ejemplaridad es una cortesía innegociable, se está de paso, con fecha de caducidad. Al servicio del ciudadano. Y un político salpicado por escándalos, inocente o no, se convierte en un político que falta con su primer deber: un representante público manchado que debe asumir una responsabilidad política. No permitamos eso.