Lograr que los amores reñidos se vuelvan a coger de la mano no es tarea para cobardes. Los políticos de primera fila que nos representan hoy, y que me perdonen por pensar así, demuestran casi a diario que lo suyo no es la valentía. Es mucho más fácil caer en la complacencia y el inmovilismo, sea cual sea la materia. El miedo a perder votantes que sufren nuestros dirigentes suele ser muy superior a la necesidad de hacer las cosas de manera correcta. Y si eso implica liderar cambios importantes en la rutina democrática apaga porque no va a venir nadie a asumir esa responsabilidad. Congreso y Asambleas no deberían admitir cobardes. Hasta podríamos usar iniciativas feministas para transformar denominaciones: Congreso de Valientes. Me quedo con el artículo determinante para evitar ampliar el debate.

La contienda tiene hoy el punto de mira enfocado en la sempiterna regañina entre quienes buscan la más radical laicidad (esa que confunde convivencia con rechazo) y el casposo egoísmo religioso (que entre nosotros lidera el catolicismo). Encontrar un equilibrio entre las distintas sensibilidades pro y anti religión es misión para súperagentes infiltrados de los que, me temo, estamos sin existencias. Cambiemos Murcia ha reabierto este debate tan delicado como necesario que hoy votará el Pleno del ayuntamiento de Murcia, cuestión a la que ya contribuyeron en la campaña a las generales todos los partidos menos el PP, cada cual con la intensidad que se quiso permitir. Su intención parece loable, pero las formas, me temo, no van a lograr más de lo que intentos anteriores alcanzaron.

Nadie puede negar que la democracia en la que hoy tenemos la suerte de vivir se inició con la firma por parte de todas las sensibilidades políticas de una Ley Fundamental en la que se declara al nuestro como un Estado laico. A partir de ahí, la permisiva y destructiva ambigüedad de nuestros gobernantes y, por ende, de nuestra cerradísima sociedad impiden que la laicidad en el ámbito de lo público sea real, especialmente en materia tributaria y en los planes educativos. Ahora bien, tampoco se trata de borrar del mapa cultural todas las cruces y medias lunas, porque somos como somos gracias a lo que fuimos. Y a nadie le amarga un dulce, especialmente si se lo brinda un nazareno. El mayor de los problemas a la hora de alcanzar una laicidad real se desdobla en la necesidad de convencer sin imponer ni herir creencias con larguísimas raíces, y en el importante descenso que sufrirían las contribuciones económicas que se hacen con dinero público y laico a instituciones religiosas, mayoritariamente católicas. Le pese a quien le pese, y sin que sirva para adherirme a partido político alguno, Dios me libre, es necesario que las religiones y sus seguidores asuman su mayoría de edad y se independicen de una vez por todas de papá Estado.