«La capacidad de sufrimiento de un ser humano es insondable». Esta frase (no recuerdo su origen) vuelve a mi mente una y otra vez estos días cuando las imágenes de refugiados huyendo de la masacre de Siria, cruzando ríos helados, ateridos de frío y con hambre, nos siguen golpeando desde los telediarios, cada vez con más crudeza. Y frente a la tenacidad de esos miles y miles de seres humanos que luchan por huir de la guerra, por proteger a sus hijos de una muerte segura en el país que se desangra por un conflicto que dura ya cinco años, Europa opone un muro de inhumanidad y se empeña en levantar vallas físicas y legales, y en dejar la enorme responsabilidad que nuestras conciencias deberían imponernos de proteger a nuestros semejantes, en manos de países que, por su situación geográfica, se han visto abocados a convertirse en zona de tránsito de los refugiados hacia un destino mejor. Así, la UE acuerda pagar a Turquía para que acoja a refugiados sirios y así se lava las manos, como Pilatos. Porque, si honda es la capacidad de sufrimiento del ser humano, no lo es menos la de los gobiernos de mirar hacia otro lado ante el sufrimiento ajeno.