Imagina que yacemos en una cama. Son las tres de la tarde y esto es el Caribe a finales de febrero. El calor sopla en nuestras frentes templadas. Las ventanas abiertas, las cortinas blancas, las sábanas blancas, el cielo y nuestras almas blancas. Silba la brisa. Se agita mi pecho desnudo. Sube y baja. Dos ojos castaños se abren. Veo impresas en el techo las sombras de una gaviota (¿vuelan las gaviotas del Caribe a las tres de la tarde?). Sus alas juegan con la llanura que habita sobre nosotros a medio día. Amo a Víctor Jara. Le imagino persiguiendo una gaviota en mi techo. Su guitarra suena. Su guitarra me hace llorar una vez más. Cinco minutos. Aunque sólo sean cinco minutos más.

Miro a la derecha y te veo dormida. Alargo el brazo y mis dedos no te tocan. Lo estiro más y sus yemas no te rozan. Me rompo como muñeco de trapo y tu espalda se desvanece en el horizonte. Nada más grande que una cama en la que duerme el amor durante la hora de la siesta.

Me pierdo en la imagen de la ciudad que me ofrece la ventana. Edificios de colores allá a lo lejos. Iluminados por un sol inmisericorde que aquí no llega. Vivimos entre las sombras que destellan, que brillan calladas. El silencio. Sólo el sonido del viento agotado. No deseo hacer nada. ¿Hacerte el amor? Ya lo haré mañana.

La vida es un suspiro y yo ya lo he suspirado. Yazgo sin más esperanza que seguir yaciendo. Respiro percibiendo un leve dolor entre las costillas. Llevándome la mano al corazón y preguntándome por qué late si yo no se lo pido. Por qué se detendrá cuando yo aun desee que siga latiendo. Quiero sonreír. Pero no tengo ganas de mover los labios. Me da pereza. Me da tanta pereza siquiera arrugar las mejillas.

Te siento despertar. Te giras. Quedas frente a mí. De costado. Me observas sin decir nada. Deslizas tu mano en mi rostro. Lo mueves. Me haces mirarte. Despeinas mis cabellos pálidos. Vocalizas sin pronunciar una pregunta. Dos. Tres. Mil preguntas me lanzas sin una sola palabra liberar. Las siento explotando como gotas de lluvia tropical contra mi piel empapada. Vuelvo a mirar el techo. Vienes contra mí. Te abrazas. Te aprietas contra mi cuerpo incapaz de moverse en esta tarde que es verano, es verano, es verano y aquí siempre será verano.

En la calle un loro se ha comido un saxofón. Su plumaje grita que quiere ser libre, que nadie se lo impedirá, que el viento es el futuro y la pasión las alas de un loro amante del rock and roll. Las flores que cubren su cielo, que cuajan un emparrado que le separa de mí, se desparraman alteradas por su loco sonar y derrumban sobre él un manto de pétalos que le dicen cállate, loro tonto, déjanos dormir, déjanos no hacer nada, no pensar nada, no sentir nada y sólo ver la vida volar a nuestro alrededor, irse entre aleteos de un loro, flores que vuelan, músicas que se pierden, el mundo que viene y va, nosotros que no nos movemos, qué sentido tiene moverse, cállate loro, cállate y no creas un solo segundo más en la libertad, pues ni loros, ni poetas, nada salvo cantarle podrán hacer con la libertad.

Descubro un libro a mi lado. Ojala sea de Zweig. Jamás la dulzura fue mejor traducida. Recorro con un dedo, sólo con uno, sus páginas abiertas. Blanco y negro. Qué cosas contará. El cofre del tesoro. Joyas y collares. Tintineantes monedas de oro. Piezas de ocho escudos. Mis sueños dorados tienen la forma de las palabras de un buen hombre al que agotó el mundo y sus miserias, algo que queda tan lejos de esta cama, de tu lado, de las sombras del techo y del vapor que tu respiración me hace sentir en la garganta. No quiero al mundo tendido con nosotros. El mundo es triste. El mundo hace ruido. El mundo se cree serio porque aún no se ha mirado en el espejo.

Pasan los segundos, los minutos, las horas. A veces dormimos. En silencio nos miramos. Leemos, cambiamos de postura, nos rozamos.

Sentimos al sol bajando de lo alto. Hundiéndose en el rio. Perdiéndose tras el mar. Sonrío al imaginar al Sol, como si fuera una brasa cogida por unas tenazas al rojo, silbando al enfriarse mientras se sumerge en el agua, primero abriendo mucho los ojos asustado ante el cambio de temperatura, luego relajado, abandonado al cansancio de un día entero clavado en el zénit del mundo. En este rincón de la Creación el Sol es un astro perezoso. No se mueve en el firmamento. Sólo sube y baja. Sale de la cama. Se mete en la cama.

Donde seguimos ya en penumbras. Hablas. Me preguntas si me apetece cenar. Te respondo con un gesto indefinido. Arqueo las cejas. Arrugo la boca. No sé si prefiero cenar o seguir tendido. Te incorporas con gran esfuerzo. Veo tu pelo, catarata ligera y espesa, cubrir tu espalda desnuda cuando te sientas. Mi mirada se desliza sobre tu piel a la que descubre la última luz del día. Te levantas. Caminas fuera del dormitorio.

Escucho el rumor apagado de tus pasos descalzos al alejarse.

Parpadeo. En la ventana ahora viven las estrellas. El loro y el saxofón se fueron a dormir. El sol sueña con una luna casquivana. El día se consumió y no pasó nada. Nunca pasa nada. La vida es aquel lugar en el que, realmente y más allá de nuestras fantasías, la pereza habría de ser reina porque nunca pasa nada.