El zagalico, curioso y observador, ponía el oído atento a la parla de los mayores, sobre todo cuando trataban de la fin del mundo, cuyo significado categórico y totalizador le atraía entre la curiosidad y el terror, estremecido ante la inminencia de las profecías que lo fijaban en el año 60 del pasado siglo, o para el día siguiente en el caso de la crisis de los misiles soviéticos en Cuba, en 1962. En otras situaciones, la fin del mundo marcaba la lejanía incalculable que nos separaba de lugares o personas, que exagerábamos situándolas en el otro extremo, en el borde del precipicio, imaginando que la tierra era plana. Pero lo que encandilaba a aquel zagal era la llamativa y morbosa condición femenina que tomaba el dicho en la parla silvestre; y, sobre todo, la ampliación de su sentido, aquí aplicado también a sucesos extraordinarios, a situaciones desmesuradas o catastróficas. Era la fin del mundo una tormenta de piedra, el convite de la boda del Ginés y la ruptura del noviaje de la Inés. Y así todos quedaban enterados de la magnitud nunca vista de lo dicho.