Manolo nació en el año en que comenzó la Guerra Civil. Ahora tiene 80 años. Manolo trabajó duramente durante 65 años, aunque en realidad, por aquella época, todos los niños comenzaban a trabajar casi nada más nacer. Y mucho más en un pequeño pueblo, donde siempre había que echar una mano en el cuidado del campo o de los animales. Manolo abandonó la escuela con diez años. A esa edad comenzó a dedicarse por entero a ayudar a su padre. Como la mayoría de las familias, la familia de Manolo pasó miserias y penurias durante los años de la posguerra. Su mujer, Lola, tiene actualmente 75 años, y también dejó los estudios muy joven, a los doce años, para ayudar a su madre en las tareas del hogar y la labranza. Después de años y años de duro trabajo, Manolo y Lola se jubilaron. Ahora viven en una casa de campo que consiguieron gracias al esfuerzo, al sacrificio, al trabajo y a las arrugas de sus rostros.

Hace unos meses, unos ladrones entraron en casa de Manolo y Lola para robarles. Los ladrones cogieron a Lola y la ataron. A Manolo lo agarraron y le golpearon durante varios minutos para tirarlo finalmente al suelo. Uno de los ladrones le metió entonces el cañón de una pistola en la boca y amenazó con matarlo si no le decía dónde estaba el dinero. Al final, se llevaron unos seiscientos euros, joyas y teléfonos móviles, y dejaron a Manolo malherido, que fue trasladado al hospital con infinidad de magulladuras. Pasó ingresado una semana; dolorido, golpeado, humillado. Y ahora viene lo más gracioso de toda esta historia.

Hace unas semanas, la Policía logró detener a los dos presuntos ladrones que robaron en casa de Lola y Manolo. En casa de Lola y Manolo y en varias viviendas más, por supuesto. Al ser detenidos, la Policía comprobó que ambos ladrones tenían más de una veintena de antecedentes por robo con violencia. Más de una veintena. Se entiende que estos ladrones fueron detenidos veinte veces y puestos en libertad otras veinte veces. No una, ni dos, ni tres, ni cuatro; veinte. Una tras otra. Se entiende también que hubo un juez que los dejó en libertad o que les impuso una pena ridícula la primera vez que los detuvieron, ya que volvieron a la calle, donde volvieron a robar. Y se entiende que un segundo juez también los dejó en libertad o les impuso otra pena ridícula, porque de nuevo volvieron a la calle y volvieron a robar.

Y se entiende que un tercer juez, un cuarto juez y hasta un vigésimo juez los volvió a dejar en libertad o a imponerles una pena ridícula, porque volvieron a la calle y como ya se pueden imaginar volvieron a robar otras tantas veces. Ahora, el juez número veintiuno los volverá a dejar en libertad o les volverá a imponer una pena ridícula, y estos ladrones volverán a la calle antes de que yo termine de escribir este artículo. Y lo peor es que volverán a robar antes de que ustedes terminen de leerlo.

Posiblemente no hagan falta tantas leyes para impartir justicia. Posiblemente bastarían unos cuantos folios bien redactados y un poco de sentido común. Dentro de poco, un nuevo Manolo y una nueva Lola volverán a ser robados y golpeados por dos ladrones que en cinco minutos pisotearán una vida de 80 años. El responsable de sus heridas, de su sangre en la cara, de su miedo, de su humillación no serán finalmente los ladrones, sino un sistema judicial legisladores y jueces incluidos que no saben o no quieren protegernos.