Si acompañáramos a Azorín en su visita a la mansión de Melibea, nos sorprendería ver elementos del ajuar doméstico desconocidos para nosotros, desde pesados muebles castellanos hasta recipientes de cerámica hoy desaparecidos, como cántaros y alcarrazas. Pero fijémonos, sobre todo, en que «un rayo de sol hace fulgir la ringla de panzudas y vidriadas orcitas»; y esta estampa luminosa nos traerá al recuerdo aquellas orzas „más esbeltas y de distintos tamaños, con sus dos asas y su tapadera también de cerámica vidriada„ que conservaban los tesoros más preciados en un rincón de nuestra cámara: las olivas verdes, enteras o partidas, aderezadas con saborija y trozos de membrillo; y las negras, con sus manojicos de hinojo; y el adogo, que conservaba entre especias los mejores bocados de la matanza, desde lomos a costillejas; sin olvidar las repletas de miel azucarada, manjar irresistible para dedos curiosos y lamizneros. Pero si hoy volvemos a aquella cámara, veremos que la ringla de orzas ha desaparecido y sólo queda su rastro polvoriento en la memoria de quienes las vimos, las destapamos y probamos las delicias que en ellas se guardaban.