Finalmente, ha sido Pedro Sánchez el elegido por el monarca como candidato a la investidura para la presidencia del Gobierno. No podía ser de otra manera tras la dejación exhibida por Rajoy, la cual, sumada al emplazamiento que Pablo Iglesias hiciera al secretario de los socialistas respecto de la distribución ministerial de un futuro Gobierno coaligado, colocó la pelota en el tejado del sucesor de Rubalcaba en lo tocante a la responsabilidad para desbloquear la situación política.

Esta circunstancia histórica enfrenta al PSOE a un estado de indecisión que podría condicionar definitivamente el futuro de este partido. Vacilación resultante del estrecho margen de opciones que se le presentan. Puede optar por un acuerdo con Ciudadanos, que tendría que soportarse en una más que improbable abstención del PP, por lo que no saldrían los números para situar a Sánchez en la presidencia del Gobierno. Puede elegir un acuerdo a dos bandas con Ciudadanos y Podemos, pero ello es aún más improbable que la opción anterior, ya que ambos partidos reniegan mutuamente uno del otro. Finalmente, tiene la oportunidad de pactar con Podemos e IU, lo que unido a un apoyo pasivo de algunas fuerzas nacionalistas, permitiría constituir un Gobierno. Esta es la única alternativa a la que le salen las cuentas, pero está vetada expresamente por la vieja guardia del partido y una parte importante de los barones territoriales.

Esta impotencia que revela el PSOE para decantarse por una opción concreta, y sobre todo por aquella que posibilita evitar volver a las urnas, obedece a la doble contradicción que atraviesa este partido. La primera es la que se produce entre su vinculación a los poderes fácticos del régimen del 78 y la necesidad electoral que tiene de ocupar políticamente el espacio de cambio frente a la derecha.

Felipe González y algunos históricos, atrapados en las puertas giratorias, representan el primer polo de esta contradicción, mientras que el equipo de Pedro Sánchez encarnaría el segundo. La segunda contradicción se establece entre los límites del cambio por el que apostaría el sector más reformista y la envergadura que ese cambio requiere para atender las necesidades del país y de sus sectores populares. Si cruzamos estas dos contradicciones, en su banda de intersección se mueve ese abanico de ideas que propondría pactar a la vez con Ciudadanos y con la izquierda, pero con predominio de la desconfianza hacia ésta. Porque no nos engañemos: la rotunda negativa a pactar con independentistas que han escenificado de manera bronca los barones del partido, en realidad esconde la renuncia de muchos miembros de la dirección a alcanzar acuerdos con la izquierda. Prueba de ello es que en el pasado, el PSOE (así como el PP) no tuvo problema alguno en pactar con CiU y PNV, a la vez que desoía los llamados de Anguita a conformar un Gobierno de izquierdas sobre la base de un programa concreto.

Soy de la opinión de que esta incapacidad del PSOE para armar un Ejecutivo con Podemos e IU (no vale un mero pacto de legislatura con un Gobierno en minoría de la segunda fuerza del Parlamento), nos aboca a una segunda vuelta electoral, dada la inviabilidad tanto de la fórmula PSOE-Ciudadanos como de la de estos dos partidos más Podemos. Si se confirmara esta nueva llamada a las urnas, lo cual no sería una buena noticia en la medida que se habría desperdiciado una oportunidad histórica de levantar un gobierno de progreso, la izquierda debiera confluir unida. En ese caso, tendría serias posibilidades, si no de ganar las elecciones, sí de alcanzar unos resultados muy superiores (en términos de escaños) a los que obtuvo el 20 de diciembre, abriendo unas expectativas para el cambio superiores a las que se generaron tras el cierre de las urnas en vísperas de la pasada Navidad.

Las conversaciones que estos días se van a producir abren la oportunidad para ir construyendo ese programa de transformación (más allá del reparto de ministerios) que este país necesita.